Vuelvo del frío
y la casa es un buzón apaisado
que se cierra a mis espaldas,
que me traga del mismo modo indiferente
con que engulle cartas de amor
o facturas del supermercado.
La geografía de la cocina se irrita a mi paso,
las ollas y su memoria nunca me coinciden
en el mismo mueble; los imanes
han cambiado la fila de productos que faltan
por una hilera de las nadas que tengo.
Me asomo a los números con memoria
que me interrogan con voces sin nombre
y parpadeos de ausencia prevista.
La agonía interior de las macetas
se obceca lentamente
en su verde suicidio de oscuridad y desierto.
La ropa sucia confabula
abarrotada en el cesto, murmurando quejas,
oliendo a la nostalgia
de un cuerpo al que aferrarse.
Cuando las ventanas producen la noche
achicando sus ojos de vaho y paisaje
y el espejo me lanza a la cara
su barba salvaje de tres días,
sé que ha llegado al andén
ese intruso que llevo puesto en el cuerpo
y que siempre se deja mi cabeza en otra parte.
Desde las escaleras que se empecinan
en llevarme al mismo sitio desolado,
encuentro en las puertas un leve temblor
de estación abandonada, como el eco
de una oficina vacía que se muere de pasos;
la cama se abre como un aparcamiento de pieles
que se arrugan en las sábanas
mientras afuera sucede con estruendo
la nana del camión de la basura.
Una noche te dije…
—Una noche te dije: —Quien no tiene secretos
nunca tendrá piedad.
Llovía, pero abriste una ventana.
La tormenta era azul dentro del bosque.
La mancha roja de las rosas
se extendía
por el corazón de los jardines.
y el mundo era un mundo de otra época:
como la vez que estábamos en una casa abandonada
viendo un incendio antiguo.(Benjamín Prado, Asuntos personales, 1991)