Tenían un acuerdo, desde el principio. Un acuerdo casi tácito pero que cumplían impenitentemente, a pesar del azar con el que comenzó.
En el transcurso de uno de esos menesteres interminables a los que nos sometemos en la vida, esas tareas que hay que repetir un día tras otro para volverlas a hacer al día siguiente, cayó un vaso al suelo.
En ese instante, el estruendo del cristal haciéndose añicos parece apretarte el corazón y pulsar el botón del pánico. Después, cuando uno percibe en los trozos la arena que antes fue el objeto desparramada por el suelo, las sensaciones se tuercen, los pensamientos se distraen y da rabia la torpeza propia o la casualidad de los elementos.
Ellos tenían el acuerdo, desde el principio, de recoger lo que se le rompía al otro. Una forma de cuidarse y darse calma. Les iba bien ese principio y no era excesivamente molesto porque, al fin y al cabo, no se tomaban el trabajo de recoger los trozos como un castigo, sino como una deferencia hacia el otro.
Lo han hecho muchas veces, rigurosamente, cuando a ella se le cae un plato, él lo limpia todo y, naturalmente, también al revés. Pero no llevan la cuenta exhaustiva de lo desaparecido como un marcador de baloncesto o, si la llevaban, ya se perdió hace tiempo.
Pero el sueño, este sueño que han ido teniendo, desde el principio, este frágil sueño que se está cayendo al suelo, lo tenían cogido entre los dos. ¿Quién recogerá ahora los añicos y dejará limpio el suelo? Quizás tengan que romper también el acuerdo.
La ley de la levedad no perdona los sueños y los añicos no se irán solos. Tendrán que echarse la culpa el uno al otro y a los demás. Sólo nos arrepentimos de aquello que se rompe y sólo cuando se rompe.
Para reparar los sueños rotos nunca sirvió el pegamento. Creo que tampoco les servirá el prozac.