Estabas sentada en el sofá, tú, que va a todas partes corriendo.
Hacía un momento estabas bien; luego, no sabía qué te pasaba. Acababas de hacerlo todo tan rápido y tan bien como siempre lo haces. Aunque, pensándolo mejor, quizá te levantaste un poco rara, pero como nunca te… bueno, yo qué sé…
Ni siquiera ha sido de repente, sino que, muy lentamente, ibas bajando de revoluciones, empezaste a tomarte las cosas con parsimonia y me pareció que tenías demasiado alta la despreocupación.
Dejaste de andar como si corrieras a saltitos, veía cómo te quitabas los zapatos nuevos y salvajes que tenías puestos para irlos domando y los dejabas en mitad del salón, como si no te importara nada que no estuvieran en su sitio.
Entonces te miraba a la cara e iba descubriendo paz en tu mirada, pero no cansancio. Quizás soñabas, pero no estabas dormida, ni siquiera tenías los ojos entornados.
¡Qué miedo he pasado! ¡Ha sido terrible! Porque estabas en calma en lugar de estar tensa, porque te habías deshecho de los nervios y de la taquicardia, porque en vez de ansiedad, te inundaba el sosiego…
Y justo en ese momento me he despertado, porque me sentía impotente y asustado. Estabas teniendo un fuerte ataque de tranquilidad y yo no podía hacer nada… ¡Nada!
¡Uff! ¡Qué mal rato he pasado! Menos mal que solo ha sido una pesadilla…