En el universo no existe el silencio.
Los telescopios electromagnéticos, que siempre están auscultando el infinito, lo saben perfectamente. Aún escuchan ecos del lejanísimo Big Bang, explosiones de supernovas en galaxias inimaginables y el roce de las órbitas de los astros contra sus lunas. El silencio es, entonces, un «ruido de fondo».
Para distinguir aquello que realmente importa, en los observatorios se utilizan programas informáticos que eliminan ese «ruido de fondo» en los datos observados, de modo que los mensajes incomprensibles del tiempo y del espacio se perciben con mayor nitidez.
Pero este ruido de fondo varía, no es el mismo siempre. Retirarlo en tiempo real ocuparía una capacidad de procesamiento que haría imposible analizar las ondas recibidas que verdaderamente importan. Así que lo que hacen es que «se lo inventan». Efectivamente, analizan varias secuencias a lo largo de periodos y, con procedimientos estadísticos, encuentran patrones electromagnéticos a los que denominan «silencio».
Cada 1000 días los telescopios se apagan durante unos instantes, para barrer las memorias electromagnéticas de sus sensores. Y al encenderlos de nuevo, se procede a «remuestrear el silencio», a encontrar los patrones irrelevantes. Y ese ruido, el nuevo silencio, distinto al anterior, es el anticipo de lo que no va a importarle a los telescopios en los siguientes dos años y pico.
Nuestro ruido de fondo varía siempre. De tanto en tanto hay que remuestrearlo y encontrar aquello que ya no va importarnos. Se trata de inventarnos un nuevo silencio, y romperlo para hablar.
En el universo no existe el silencio. Entre nosotros, tampoco.
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