La vida sigue. Alegre o triste, sola o con leche, con dolor de cabeza o con el regusto que queda de un beso en los labios, la vida sigue.
Cuanto más sencillo es cerrar los ojos en unos brazos, más duro se hace despegarse de ellos. Queda el recuerdo de un calor equivalente al propio, la sensación de dos cuerpos apretándose uno contra otro, el aroma de una piel que se prestó al tacto de nuestras manos.
Se va perdiendo en el paso de las horas la humedad de los labios contiguos, el recorrido de aquella otra lengua de pertenencia indistinguible, la dureza de los vértices que se conmovieron cuando comenzaba el incendio.
Con la dulzura de las sensaciones que permanecen, con el amargor de las que uno no puede retener por más tiempo en la química, con la ausencia salvaje o controlada, la vida sigue.
De una semana hasta la siguiente, la vida sigue. Los días se rellenan con tareas que poco restañan lo perdido, con momentos que apenas permiten recobrar la locura, con las caras de siempre y con las mismas palabras consabidas.
La vida sigue, como sin gana, como en una permanente espera. Quizás un roce, una conversación, el color de una prenda o ese aroma que envuelve al mundo cuando te acercas, rompe la espera y te rellena el depósito para seguir con el viaje.
Juntos o separados, de colores o grises, risueños o tristes, la vida sigue. La verdad, a veces, es terrible.
Tan terrible que, esas veces, de alguna manera, uno desea que sea una verdad que expire y pueda cambiarse por una mentira. Y que la vida no siga y nos espere.
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