Últimamente no se me ocurre nada sensato, sólo acierto a decir estupideces sin forma.

Tengo las teclas en estado de espera (lo sé por la lucecita roja que se enciende por debajo) aunque más que de espera mi estado empieza a ser desesperado.

De tanto escribir sin nombres ya no sé a quien me dirijo cuando hablo, y algunas veces me sorprendo masticando vocablos en mitad de la ensalada, cuando todos se quedan mirando y no preguntan qué me pasa, solo cuchichean que mis tonterías no merece la pena comentarlas.

Pero como no quiero contarles que me sobra la hache del huevo duro,

ni que me parece un rollazo con pinchos el tenedor en el que lío la pasta, le doy voz a la tele y, con disimulo, sigo en mi mundo de tonterías varias, pero sin quitarte ojo.

El desayuno

Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
«Tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno».

(Luis Alberto de Cuenca, El hacha y la rosa, 1993)