La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

Luis Cernuda

Azul oscuro casi negro

Casi negro, porque todo es trascendente, cuando respirar es un ejercicio de supervivencia. El corazón, sin embargo, late solo, por instinto; ajeno no, pero alejado, con un imparable amarillo que tal vez se vuelva ocre por las noches de desvelo.

Había un verde oscuro casi negro en el horizonte. Pero después de tanto secano, por fin, lloviste a media tarde y las sombras antiguas ahora producen otra luz menos invisible.

Quiero dejar de ver el gris oscuro casi negro con que tiñe el miedo tus miradas y la desazón del rojo oscuro casi negro en la sangre congelada por los nervios.

Respira hondo, piensa blanco, ríe brillos y cógeme por la claridad de la piel de invierno que todavía tengo. Hazme florecer la primavera a puñados, envuélveme el futuro entre las líneas de tus manos y deja que venga el verano lentamente, sin prisa, sin poner plazos.

Derritamos en celeste ese azul oscuro casi negro que se te mete en los huesos y te tiembla en la boca. No vas a volverte loca, no te dejaré: antes verde.

Qué ruido tan triste

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman,
parece como el viento que se mece en otoño
sobre adolescentes mutilados,
mientras las manos llueven,
manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
cataratas de manos que fueron un día
flores en el jardín de un diminuto bolsillo.

Las flores son arena y los niños son hojas,
y su leve ruido es amable al oído
cuando ríen, cuando aman, cuando besan,
cuando besan el fondo
de un hombre joven y cansado
porque antaño soñó mucho día y noche.

Mas los niños no saben,
ni tampoco las manos llueven como dicen;
así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,
invoca los bolsillos que abandonan arena,
arena de las flores,
para que un día decoren su semblante de muerto.

(Luís Cernuda, Los placeres prohibidos, 1931)

La pregunta en el aire

Esa era mi amiga «Pepa», esa de la que te hablé. ¿A qué es guapa?

Sí, bueno… guapa es… no digo que no —yo estaba seguro de que sí que lo era, pero no quise parecer muy interesado—. Pero mu tristorra, ¿no?

Ya, es que está pasando por un mal momento. Lleva una racha de encontrar parejas que no le duran nada. Cuatro en dos años. Y sin haberse recuperado de la separación, y eso que ya hace ocho años del divorcio. Otro par de ligues más se le estropearon antes también y…

Pobrecilla, lo habrá pasado mal… En fin —dije intentando dar por concluida la conversación.

A mí me da mucha envidia, es guapísima y tiene mucho gancho con los hombres —dijo ella como quien formula un deseo a una estrella fugaz (o no sé si queriéndome vender un producto).

Ya —e hice silencio para dar el tema por resuelto. Pero no pude evitar que se me escapara un pensamiento y añadí—. Y pobrecilla tú.

Bueno, es que yo no soy tan guapa ni tengo tanto gancho, pero tampoco hacía falta que me lo recordaras.

No lo digo por eso —respondí a punto de no meter la pata—. Sino porque, piénsalo bien, mucho gancho para tanto «pescar» y, sin embargo, quedarse luego sin «pescado»… Parece más bien que es ella la que «pica». Que no te den tanta envida sus fracasos.

Una conversación ganada, pensé. Noté subir el ego y me sentí cargado de razón, como si observar a los demás desde lejos me concediese alguna clase de mérito especial. Pero la vida tiene muchos ángulos por donde mirarla y cada quién se asoma desde la altura de su propio corazón. Y ella, con esa cierta amargura de los que hablan a sabiendas de que no van a ser entendidos, me contestó:

Lo que envidio no es que se caiga, sino que se levanta y lo vuelve a intentar.

Una conversación perdida. Y dos cosas que aprendo. La primera, que es difícil distinguir entre admiración y envidia. La segunda es que no hay respuesta tan exacta como esa pregunta que no se hace y se queda en el aire.

No decía palabras

No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas
hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño
hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

Un roce al paso,
una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo
otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.
Aunque sólo sea una esperanza
porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe.

(Luis Cernuda, Los placeres prohibidos, 1931)