La tarde era un desierto, una tropelía de desconocidos vadeando las verjas, hablando por teléfono o saliendo de tiendas ahítas de soledad.
Por las calles en obras, por el ruido del tráfico polvoriento de las herramientas, aturdida por un descanso del paisaje de la memoria y alineada en el portal, ella desplegó su cortesía aprendida y me dirigió unas palabras: «Perdone, mire, ¿qué calle es ésta?»
Desperté de mi soliloquio continuo y, efectivamente, mire hacia donde me señalaba, que no era sino a mí mismo en una acera pisoteada de huellas y retorcida de hierros. Se lo dije, ufano, como sabiendo lo que pisaban mis pies en cada momento, con la soberbia de una memoria largamente practicada en tardes desiertas como ésta y, ella, desenfocada y anónima, confesó haber tomado un sendero distinto y no encontrar la tienda que buscaba.
Ella no lo sabrá nunca porque no quise decírselo, pero era yo quien andaba perdido en la tarde, el que no encontraba camino que no fuese paralelo a una soledad transitada.
Soy yo el anónimo que no encuentra a nadie a quien pedirle que me indique donde estoy y que me diga cómo se llama esta calle. Porque tengo la tarde en obras, llena de polvo de desierto, de ruido de herramientas y verjas cerradas.
He de poner carteles avisando para que me disculpen por las molestias.
Los esposos
Dame la mano; el cuerpo. Necesito
cruzar la calle. Dame
un tímido relámpago
de detrás de tus ojos, algo
que me sustente, una palabra, un hijo
para cruzar la calle. Dame un brazo
para correr. Ponte delante, así,
de cara a mí, que yo me vea cerca
reflejado. Y la mano
también. Dame la mano, el cuello joven,
el espejo, el cansancio
de ayer, el tiempo, sí,
dame el tiempo que te consuma, el peso
que hace posible tu llegada. Quiero
cruzar la calle. Dame
tu soledad, o más, la comisura
de tus labios, la piel de un muslo, algo
con que cubrirme. El gesto
que derrumba un deseo, algo sólido,
arañable, exterior, algo de ti
que arrope mi despegue.
Que no tengo más ancla, que no tengo
más posible contacto, que no tengo
más vertedero, o playa, o límite si quieres.
Dame el silencio, o lo que sea. Dame
algo que me acompañe.
Que está ya cerca el viento, que ya viene
por el árbol de al lado, y necesito
cruzar la calle.(Rafael Guillén, Gesto segundo, 1965)