Algo le pasaba al coche, estaba seguro. Arrancaba con normalidad, es cierto, pero algo no iba bien. Sucede muchas veces que hay una extrañeza que se percibe en lo conocido que resulta difícil de explicar a los demás.

Se concentró en los sonidos. A ratos le parecía oír un murmullo raro que tenía visos de provenir del motor. Entonces paraba el coche en el arcén, se bajaba, abría el capó y miraba el mecanismo atentamente, como si supiera de mecánica. Pero las averías suelen jugar al escondite.

Otras veces, el mismo murmullo intermitente, se escuchaba cíclicamente durante la marcha, como si las ruedas, cansadas de girar más que el mundo, se quejasen amargamente de la crueldad de su destino de transportar a otros sin poder escapar de su eje. Él se asustaba un poco entonces y aparcaba enseguida, como para darles descanso, para no escuchar la posibilidad de un contratiempo.

El coche, a pesar de todo, respondía bien. Le llevaba a todas partes y de todas partes le traía, incansable, autómata. Quizás ese era el ruido que más le extrañaba, el de una mecánica de engranajes que chirriaba desesperanza. Así que, al cabo de algún tiempo de observación y preguntas a pasajeros y viandantes que el azar le ponía dentro y fuera del vehículo, decidió llevarlo al taller.

Pero los mecánicos no entienden el alma de los coches y nunca escuchan ese runrún de goznes que se rozan hasta hacerse daño y dejar marcas metálicas en el envés de la materia. Y si lo escuchan, prueban y fallan, desarman y fallan, se equivocan y desprecian el desgaste progresivo del nudo en el carburador, el dolor de las baterías cansadas de tanto tráfico impasible, el gemido obediente de los volantes que ya no saben a donde conducirse.

Nada solucionan. Cambian piezas, extienden facturas y te dan inútiles consejos basados en kilometrajes que recorrieron otros. Y el coche sigue haciendo lo mismo que hacía antes, aunque más escondido, como avergonzado de no ser perfecto, con el síndrome del esclavo que rechaza la libertad para no perjudicar al amo.

Pero el coche sigue raro, se le nota en las luces, siempre bajas, que parpadean un instante cuando me lo cruzo, en que la risa del radiador ya no le sale de los pulmones o en el rasconazo que da el silencio al meter la marcha de irse.

No sé, porque no tengo ni idea de mecánica, pero el coche no está bien. A veces pienso que soy yo la causa, que no sé llevarlo y que lo conduzco hacia dónde no quiere ir por un camino que le hace daño.

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Es ahora la vida
esta extraña y frecuente sensación
de sopor y distancia,
y es también una luz que vela el mundo:
salir del caserón tras la comida,
recorrer bajo el sol la carretera
con los ojos ardientes de un verano
y sentarme en la roca frente al mar.
Abandonarme entonces
al sonido sin pausa de la tierra
mientras me vence el sueño algún instante
y me moja las sienes con su agua bendita.
Descubrir con asombro renovado
al pescador que vuelve cada tarde,
como vuelven las olas,
como vendrá la brisa con la noche.
Y esperar otra vez sobre la roca,
abrumado en el centro de la vida,
a que la sombra inunde
lentamente mi sombra.

(Vicente Gallego, La luz, de otra manera, 1988)