Dime cómo me ves y dame clases de poesía con tus ojos, que tengo esta noche una sed inagotable de miradas perdidas.

En cada espejo me veo distinto y, conforme pasa el tiempo, voy dejando de ser igual pero sin llegar a ser diferente. Voy cometiendo los mismos errores una y otra vez, perpetro los mismos aciertos insípidos, pero mi firma cambia sus trazos con el movimiento incierto del papel.

Escribo como argucia para reconocerme en el vértigo, para que me mires pasar de puntillas por las cosas fugaces. Dime cómo me ves y dame clases de historia con tus labios, que tengo esta noche un olvido clavado en el corazón.

Sé que huyo hacia adelante, que mi compasión proviene de los secretos que mantengo vivos. Que la autocompasión deriva de esconderme a mí mismo los defectos que todos me ven sin siquiera mirarme.

Dime cómo me ves y dame clases de equilibrio con tu piel, que tengo esta noche una locura ardiéndome en los pliegues. Dime cómo me ves y dame clases de ternura con tus pechos, que tengo esta noche una espiral que me gira en la garganta hacia el centro.

Por eso necesito que me mires, para curarme de este modo de vivir tan desenfocado, de esta manera de sentir tan vibratoria, de este ejercicio imposible de escapismo y confinamiento.

Dímelo. Dime cómo me ves. Así sabremos los dos desde dónde me miras.

Te quiero porque…

Te quiero porque tienes las partes de la mujer
en el lugar preciso
y estás completa. No te falta ni un pétalo,
ni un olor, ni una sombra.
Colocada en tu alma,
dispuesta a ser rocío en la yerba del mundo,
leche de luna en las oscuras hojas.

Quizás me ves,
tal vez, acaso un día,
en una lámpara apagada,
en un rincón del cuarto donde duermes,
soy una mancha, un punto en la pared, alguna raya
que tus ojos, sin ti, se quedan viendo.
Quizás me reconoces
como una hora antigua
cuando a solas preguntas, te interrogas
con el cuerpo cerrado y sin respuesta.
Soy una cicatriz que ya no existe,
un beso ya lavado por el tiempo,
un amor y otro amor que ya enterraste.
Pero estás en mis manos y me tienes
y en tus manos estoy, brasa, ceniza,
para secar tus lágrimas que lloro.

¿En qué lugar, en dónde, a qué deshoras
me dirás que te amo? Esto es urgente
porque la eternidad se nos acaba.

Recoge mi cabeza. Guarda el brazo
con que amé tu cintura. No me dejes
en medio de tu sangre en esa toalla.

(Jaime Sabines, Algunos poemas de Yuria, 1967))