Suele suceder de noche, con todo a oscuras, apagado el pensamiento, cuando el silencio ayuda y una leve claridad que no sabes de donde viene se cuela por entre alguna rendija.

Ves sombras, mentiras que se mueven y cambian de forma al paso de los coches por la calle, al ritmo del corazón de la mesilla que te resuena en la cabeza como un martillo. Quieres dar la luz pero no puedes, notas un frío extraño que se aloja en el estómago y notas el peso de la noche en la garganta.

Entonces sacas el niño que llevas dentro para que te esconda cerrando los ojos, metiendo la cabeza del avestruz bajo la almohada y te aferras al dolor de cabeza que te trajo a la cama, al disparo de la tensión, al ahogo de una rabia que te inunda o a la ginebra que tomaste en el garito.

Con los ojos cerrados, no sé si el miedo o la angustia o la furia o la tristeza o el desamparo o las sombras o el cansancio de los días o las gotas o las ganas de llorar, te vencen. Pero el caso es que te vencen, uno o todos te vencen, siempre eres tú el que pierde.

Y al abrirlos, al instante siguiente, un instante que la derrota ha encogido hasta hacerlo desaparecer como otra sombra, la luz entra por la ventana y todo se inunda de realidad, todo se aclara confusamente, mientras apenas recuerdas, asombrado, que fuiste tan tonto como la angustia que te asfixiaba, tan iluso como el miedo que te invadió.

Y, para que no se entere nadie, ni siquiera tú mismo, coges la pesadilla, la vida que te dejaste doblada sobre la silla, un café, el horario que cumplir y un desencanto, y te lo echas todo al estómago de un solo sorbo, como haces cada día, y te lo tragas sin rechistar.

Te gustaría poder echártelo a las espaldas, pero ahí ya llevas la mochila, el lunar que nunca te ha tocado nadie y el juicio sumarísimo de los demás.

Suele suceder de noche, que al día siguiente huyes sin mirar atrás.