Tiene algo de sueño esta luz del crepúsculo cuando embadurna la tarde de misterio. Cuando las sombras, antes nítidas y refrescantes, se disuelven en recuerdo agradecido, cuando el mundo se contrae poco a poco hasta caber bajo el cono de una farola.
Pero algo de insomnio tiene esta luz, algo de resistencia a la noche. Y en esa lucha por no caer al horizonte, el sol despliega sus más hermosos colores sobre lo que antes no era más que paisaje sin alma.
También tiene algo de error consentido, algo de maquillaje, esta luz caprichosa que transforma las cosas y los colores. Esta luz que puede, como en un acto vandálico o milagroso, hacer que las flores de un mismo árbol no parezcan iguales.
Las estrellas, dicen, antes de morir en vano sobre el manto de un universo desperdiciado, es cuando más brillan, cuando más exaltan la parsimoniosa claridad de un acto tan único como inmenso.
Esta luz del crepúsculo, este amanecer de las otras estrellas anónimas, cuando la luna cobra sentido, tiene, definitivamente, algo de nostalgia.
Será por eso que, durante el crepúsculo, aquello que anda atrapado entre la salvación del recuerdo y la condena del olvido luce más que nunca, con más ternura que siempre, con más esplendor que jamás.
Echarte de menos es esa luz con la que amaneces cuando mis ojos se hacen de noche, en un crepúsculo que dura duermevelas secretos, insomnios descosidos a letras y una canción que resuena mucho más allá de lo que dura, mucho menos de lo que pesa.
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