La abracé por la espalda y la besé muy bajito y al oído —lo recuerdo perfectamente con un recuerdo nítido—. Su espalda blanca se abrió en mis manos por debajo de los tirantes del vestido que llevaba. El caracol de mi lengua subía y bajaba por el cuello mientras, hormigas los dedos, pululaban sobre aquel terreno que resbalaba mansamente hacia los costados.
Quizá yo fui la primavera con mi madreselva de manos que se le enredaban sobre el vientre y le caían por los hombros evitando los brazos o, tal vez, su vestido estampado de flores se le fue escurriendo por el talle hasta brotar en el suelo.
Quizá la brisa encontró un campo de trigo que mecer en su silencio o pude ser yo mismo quien me disolví en sus cabellos como si en ellos hubiese estado ya antes y conociese el camino correcto.
Cerró los ojos —o es que era de noche— y abrió los labios para que me inundara su aliento —que pudo ser un aire cálido venido de alguna ventana— cuando mis dedos ya subían —o bajaban— por cóncavas pendientes hacia la cima.
Entonces llegó la enfermera y me entretuvo apartando las sábanas y cambiando tubos. Son tan indiscretas las batas que, antes de irse sin hacer ruido para que yo no me despertase —aunque sólo me estaba haciendo el dormido—, atisbó todo lo que me pasaba y le supuse una sonrisa cansada que iba del asco a la compasión.
Lastima de interrupción porque ella no quiso esperarme en el sueño y, cuando volví, ya se había ido. Pero estoy seguro de que la abracé por la espalda y la besé muy bajito. De eso tengo un recuerdo completamente nítido, aunque no sabría decir si es suficiente para darlo por cierto. O por vivido.
Lo dijo el policía
Las memorias se venden bien, pero su precio oscila.
Depende de si guardan árboles, lagos, travesuras de infancia,
columpios o lunas, algo que se llamó ideales
y también amores, abuelas tiernas, huesos, frutas.
Sí: los sueños ya suben mucho, y sobre todo algunos.
Y para poco gasto tenemos las de algunos que sólo cuentan
tiempos perdidos y que a lo sumo fingen
llagas de sombra con rostros de tarde o de tortuga.
Nada es. Pero alcanza a cualquier bolsillo.
Yo ya siempre lo había dicho: las memorias
de los poetas castrados
nunca valdrán un duro.(Santiago Montobbio, Poemas sueltos)
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