Apenas tres minutos es lo que tardo

en leer un poema, no muy largo, en el silencio

de una tarde lluviosa.

Todo lo que entiendo se entrecruza

con un algo que se imagina, con un mucho

que se sugiere, con un poco de mí

y una taza de café con leche

que espera mis labios tibios

entre sorbo y sorbo de metáforas ajenas.

Pero yo construyo las mías en cada verso

hilvanando voces, memoria, desencantos

y un mordisquito que doy de tanto en tanto

a una galleta que no es de la suerte.

El poema se acaba. Recuerdo entonces

que algunas noches imagino

el sorbo a sorbo de tus labios

en esta taza de mi boca, hueca y ronca

por todos esos excesos de ausencia

que se me quedan fuera de la página.

Y se me ocurre que eres tú quien me lee

en el poemario de alguna vida

y que todo lo que entiendes se entrecruza

con un algo que me sugieres, con un mucho

que te imaginas y con un poco de este yo

que ahora aprieta el libro y los ojos

como se cierra un poema que te emociona,

como se huele la rosa a primeros de mayo

o como se escuchan tres minutos de lluvia

de una tarde equivocada y llena

de este sin ti que va cayendo gota a gota,

lentamente, sobre los renglones.

La tarde equivocada…

La tarde equivocada
se vistió de frío.
Detrás de los cristales
turbios, todos los niños
ven convertirse en pájaros
un árbol amarillo.

La tarde está tendida
a lo largo del río,
y un rubor de manzana
tiembla en los tejadillos.

(Federico García Lorca)