Me encuentro en una edad rara,

a medio camino de cualquier otra,

lejos aún de todas partes,

repleto de humos que se están yendo

cuando parece que se quedan.

He perdido la indolencia; y la inocencia

vuelve a abrirse paso entre lo amargo,

llevo encima tanta decepción como entusiasmo,

me vislumbro en cada cosa que regresa

y me canso de tanto intentar en vano

ordenar con ellas mi desconcierto.

¿Cuántas manos caben en la memoria

de una piel que se reseca a la intemperie?

A fuerza de estarme quieto

he aprendido a amar lo que no se mueve,

a filtrarme en las páginas en blanco

buscando las verdades que me faltan.

Estoy en una edad muy rara, en un punto

de mi historia que tarda en despejarse,

junto a tantos otros que, como yo mismo,

parecen no estar esperando nada,

cuando todo me sabe a ceniza y, sin embargo,

sé que éste es el tiempo, que ésta es la vida,

y que adoro sus caprichosas estafas.

Variación sobre una metáfora barroca

A Carlos Aleixandre

Alguien trajo una rosa
hace ya algunos días, y con ella
trajo también algo de luz;
yo la puse en un vaso y poco a poco
se ha apagado la luz y se apagó la rosa.
Y ahora miro esa flor
igual que la miraron los poetas barrocos,
cifrando una metáfora en su destino breve:
tomé la vida por un vaso
que había que beber
y había que llenar al mismo tiempo,
guardando provisión para días oscuros;
y si ese vaso fue la vida,
fue la rosa mi empeño para el vaso.

Y he buscado en la sombra de esta tarde
esa luz de aquel día, y en el polvo
que es ahora la flor, su antiguo aroma,
y en la sombra y el polvo ya no estaba
la sombra de la mano que la trajo.
Y hoy veo que la dicha, y que la luz,
y todas esas cosas que quisiéramos
conservar en el vaso,
son igual que las rosas: han sabido los días
traerme algunas, pero
¿qué quedó de esas rosas en mi vida
o en el fondo del vaso?

(Vicente Gallego, La plata de los días, 1996)