Rosa pastel o rojo duro, el atardecer siempre es el último gesto hermoso del día, como si hiciera un supremo esfuerzo por no llevarse la luz y dejar para el final los mejores rayos.
Azul turquesa o gris niebla, hay que andar con los ojos abiertos, acechar la claridad, la instantánea, las medusas de vapor de agua o los cirros que se deshilachan como una tela de araña gigantesca. Ese es el lienzo de nubes sobre el que la noche se abalanza hasta fundirlo todo en negro.
«Para ser un paparazzi de cielos», eso le ha dicho ella, «eres muy lento».
Hay otros cielos. Quizás ellos ya conocen alguno de esos otros, quizás, incluso, hayan rozado un par de infiernos. Y todo lo que aún les queda que fotografiar en sus pupilas: cada día hay un cielo nuevo.
Lo que ellos no saben, aunque pueden suponerlo, es que los miércoles tienen las tardes hechas con dos cielos a la vez.
En realidad, siempre son tres, vengan o no vengan. Pero nunca se quedan. Hay que dejar paso a la noche y al insomnio cotidiano.
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