Evaluar papeles, bolas, bolindres. Desencajar cajones repletos e ir haciendo dos montones: lo que sirve y lo que no.

Pero siempre aparecen un par de matices. Hay cosas que no sirven, pero que podrían servir llegado el caso. Y hay otras cosas que deberían servir, pero que nunca se encuentran cuando hacen falta.

Ordenar es, en el fondo, más que una cuestión práctica, un problema de sentimientos. De sentimentalismo, diría yo, porque la utilidad futura de las cosas es un asunto tan indefinible en ciertas ocasiones que, al final, uno sólo apela a creer en la posibilidad de que ocurra.

Incluso, a veces guardamos sentimientos en objetos, libros, entradas, el envase de unos bombones, el reloj que ella nunca se puso. Y aunque puede parecer un error, una actitud infantil, no hay otra forma de ordenar las pequeñas cosas que componen el puzle de la vida.

Ese es nuestro verdadero credo, el de las cosas inútiles que habitan estanterías, armarios y cajones. Un credo de versos desperdigados y de recuerdos imposibles, de cariños antiguos y brindis al sol.

También se ordenan los sentimientos propiamente dichos. Se atiende primero a lo urgente y después a lo vital y, por último, a lo necesario. Si queda tiempo, nos preocupamos de lo conveniente y, al final de todo, llega lo que queremos.

Pero a mí no me dicen nada las cosas, si acaso su efecto me dura un segundo y, después, me despego de sus significados con cierta frialdad. Pero no estoy exento de ningún defecto, yo también tengo mi forma infantil y bobalicona de ordenar aquello bueno que pasa por mi vida.

Guardo mis recuerdos perfectamente ordenados en gestos, en ademanes y en palabras. A veces, cuando pasa el tiempo, se hacen a mí como si hubieran sido míos siempre, desde el principio, y a los demás, cuando me los ven, les pasan desapercibidos.

Pero qué va, llegaron en un tiempo y de unas manos que recuerdo perfectamente cada vez que los ejecuto con la naturalidad, con la certeza de quien está seguro de que sabe por qué hace las tonterías que hace. Los llevo encima, a todas partes, y eso es lo que quiero decir cuando digo que llevo la casa puesta allá donde voy, que soy lento como un caracol.

Algunas tardes interiores, de esas de sol tenue que se va extinguiendo por detrás de las cortinas, alguien me dice con asombro que la casa no dice nada de mí.

Y yo entorno los ojos, asumo mi dejadez como la de un libro abierto por cualquier página y sonrío por dentro, bobo y socarrón. Y mientras echo en la taza el descafeinado de sobre, voy pensando en el acierto de llevar los recuerdos puestos de día y de noche, tan la vista que nadie los ve.

Después de las fotografías

Mirar una fotografía
facilita la tarea del recuerdo:
el mundo visto alguna vez
a través de la cámara
se nos muestra
como una imagen quieta
asentada en el papel,
agazapada en la memoria.

Después de las fotografías
se impone la verdad
de dibujar los rostros sin mirar,
de saber quién o qué
ocupa su lugar en el rincón
profundo de los ojos,
depositarios últimos
de aquello que olvidamos.

(Javier Bozalongo)