Mi bióloga de cabecera siempre me dice que la cruda realidad es que sólo hay dos clases de flores; tres, como mucho. Por más que me lo explica, yo nunca lo entiendo.
Ella dice que solo hay dos clases de flores: las que se engañan y las que no. Y, si acaso, un tercer grupo de indecisas, que a veces se engañan y a veces no.
También dice que sólo hay dos clases de flores: las que pinchan y las que no. Las que huelen y las que no, las comestibles y las venenosas, las de desierto y las otras, las de alféizar y las de interior.
Que sólo hay dos clases de flores: las que cuentan lo que sienten y las que no.
Nunca lo entiendo. Será que mi lupa no tiene tantos aumentos, que no acostumbro a regalar flores o que soy novato en asuntos de jardín. No entiendo, entonces, para qué tantos viveros, tantas floristerías, tantas macetas en los patios… si sólo hay dos clases de flores: las que uno quisiera encontrarse y las que se encuentra.
A mi modo de ver, que no es el de la cruda realidad, sino un poquito pasada por la sartén, todas las flores, miradas desde lo suficientemente cerca, son únicas.
Que es como decir que todas las flores somos incertificables: copias inexactas y sin original. Aunque nos parezcamos mucho, especialmente, en la derrota.
Sólo hay dos clases de flores: las únicas.
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