Había una vez un pájaro posado en una rama, andando a saltitos por ella, aproximándose a un extremo que, si bien todo el mundo sabe que está, nadie quiere ver.

A cada salto, aquel pájaro daba un traspiés y lloraba el dolor acumulado de todos los otros tropezones que le hicieron probar lo rugoso de la madera. Entonces se levantaba después de haber llorado, se atusaba las plumas con esmero y seguía andando.

Los pájaros no lo saben pero, se paren donde se paren, siempre les queda la mitad de la rama. A ratos, pensaba que la vida podía no ser mejor que aquello, que volar era un sueño para los que no pueden dormir.

Entonces se cortaba las alas, dolorosamente, arrancándose las plumas primero y lanzándolas en proverbios hacia el suelo, no con la tristeza del que no espera nada, sino con el desamparo de quien no sabe qué esperar.

Y seguía andando para tropezar de nuevo, justo después de que le crecieran otra vez unas alas y el viento empezara a soplar a favor. Siempre le quedaba el amargor de una rama medio vacía, la acidez de las lágrimas que fermentan y la aspereza imaginaria de los traspiés que daban los otros pájaros de la bandada.

Cada tropiezo era el último, cada par de alas menos ligeras, cada dolor más intenso. Porque la vida puede que no fuera mejor que aquello, cada vez que le crecían nuevas alas, se las cortaba.

Se va acabando la rama —pero siempre queda la mitad— y el pájaro se sigue cortando las alas. No es por miedo a volar, ni a caer al suelo, ni a soltarse del árbol. Sino que se acuerda tanto de todo dolor pasado, de tanto dolor propio y ajeno, que le duele hasta el futuro que no se decide a esperar.

Y puede que la vida nunca sea mejor que esto, sobre todo, si uno se empeña en que no lo sea. Pero el pájaro siempre se levanta, siempre, cada vez, irreductible. Nadie que no espere mejoría se levanta tantas veces aun sabiendo que va a volver a tropezar.

Si bien es cierto que la vida puede que no sea mejor que esto, yo quiero tropezar con ese pájaro. Se parece al de la felicidad y, mientras me lo parezca, será mejor que esto.

Ángelus

Quién me iba a decir que el destino era esto.

Ver la lluvia a través de letras invertidas,
un paredón con manchas que parecen prohombres,
el techo de los ómnibus brillantes como peces
y esa melancolía que impregna las bocinas.

Aquí no hay cielo,
aquí no hay horizonte.

Hay una mesa grande para todos los brazos
y una silla que gira cuando quiero escaparme.
Otro día se acaba y el destino era esto.

Es raro que uno tenga tiempo de verse triste:
siempre suena una orden, un teléfono, un timbre,
y, claro, está prohibido llorar sobre los libros
porque no queda bien que la tinta se corra.

(Mario benedetti, Poemas de la oficina, 1956)