Ya no le pido nada a los años que me queden por cumplir en fila de a uno, ni a los meses que me pasan por encima como suspiros atrasados.

No pido nada a esas semanas que se me escurren sin piedad por entre los dedos apretados, que sólo me dejan de tanto en tanto las manos temblando de lunes o manchadas de domingo.

Es inútil pedirle deseos a un calendario que antes de mí ya estaba decidido, que no puede dar más que lo que tiene. Tampoco le pido nada a los Reyes Magos, ni siquiera que existan.

Tan sólo le pido a los días, a las noches que aún no he vivido, que no me corten las alas del todo y que no me interrumpan tampoco los sueños en los que ande metido.

Lo que al día le pido

Lo que al día le pido ya no es
que me cumpla los sueños, que me entregue
los deseos cumplidos de otros días
porque al fin he aprendido que los sueños
son igual que las alas de un insecto
y al tocarlos el hombre se deshacen;
y es que un sueño al cumplirse es otra cosa
que no ayuda a volar.
Lo que al día le pido es ese sueño
que al rozarlo se parta en otros sueños
lo mismo que una bola de mercurio
y que brille muy lejos de mis manos.
Lo que al día le pido empieza a ser
más difícil incluso de alcanzar
que los sueños cumplidos, porque exige
la fe antigua en los sueños.
Lo que al día le pido es solamente
un poco de esperanza, esa forma modesta
de la felicidad.

(Vicente Gallego, La plata de los días, 1996)