La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

Eduardo García

Vocación de nube

Estuve escuchando a un poeta que me hablaba del entusiasmo, de decir que no y seguir adelante hacia todos los síes que aun nos quedan. Yo estaba en el centro, en el sitio en que se cruzan los abrazos que me hacen falta, en la esquina del secreto con el que la vida se despliega como un atlas.

Eché de menos ese recuerdo que me bastaba para hacer por las noches un melodrama que llevarme a la boca. Me dieron ganas de zambullirme en el torrente que empieza a abrirse paso cuando, como ahora, esta misma mañana, el invierno arrecia de mariposas blancas.

Después de la luna llena, estuve escuchando una guitarra que sonaba a encuentro, al gasto de papel que nos va en recuerdos, a lo marchito que los quizás me dejan en el frío y a cómo me muerden los astros y su maquinaria.

Y de pronto son años, de repente la tristeza, a borbotones el ruido lejano de las casas deshabitadas.

La luna ha seguido en otras noches y espero otras caras, otras voces más cercanas. Y yo, cuando hago recuento de no tener nada, me caigo en estas páginas, me embadurno de ausencia y me levanto mirando las semanas que quedan por doler.

Pero tengo vocación de nube y ya oigo el viento que acecha, un poco más allá de las persianas, para llevarme, cualquier día, a resolver un problema de física aplicada.

Física aplicada

Suponiendo que un hombre, una mujer
parten de puntos divergentes, dispersos en un plano,
lugares que se ignoran entre sí,
y a la velocidad del entusiasmo
emprenden la aventura, se ponen en camino,
van por ahí remando en aguas turbias,
van por ahí escuchando el vasto germinar de las semillas,
al acecho, en sigilo, ahuecando la tierra a la esperanza,
suponiendo que trazan trayectorias de curso irregular,
cada cual a su amor, virando al viento,
quebradas trayectorias cuyo sentido puede
al mínimo temblor girar hacia el vacío,
suponiendo el afán, la búsqueda, la sed,
el ensueño del goce, la ilusión y la ausencia,
calculemos, a golpe de intuición,
cuántas veces tendrán las trayectorias
que cruzarse en el brillo de unos ojos,
unos labios que invitan, unas manos que asienten,
para incendiarse a un tiempo, hombre y mujer, sembrar la tierra
de llamas como ráfagas de lluvia.

(Eduardo García, La vida nueva, 2008)

Deseos de año nuevo

Porque llegó el tiempo de cambiar el pájaro en mano por los ciento volando, he pedido once veces al año nuevo que me enseñe a volar.

Que sé que tendré que caer si me dedico a sentir la brisa en el rostro, a comer uvas entre desconocidos, a contar los pasos que doy en círculos.

Que sé que tendré que caer si es que al final vuelo, pues el hombre está hecho para el ras del suelo y no para mirar las nubes, ni siquiera las de su cabeza.

Pero quiero notar el vértigo, el calor y el frío, la lucha de los cuerpos que enciende las noches, las alas rotas que sobresalen de los abrigos y mirar al horizonte desde mucho más arriba que lo que puede esta torpe criatura que siempre soy.

Once deseos imposibles, once deseos de aprender a volar, once deseos de que vueles conmigo. Y once veces he pedido que, si tengo que caer tarde o temprano, que sea desde lo más alto, sin miedo, que me parta los huesos con la sonrisa de las lágrimas de haber tocado el cielo con mis manos.

Aviones, helicópteros, globos, subir al mástil, a la torre Eiffel, al piso cuarenta y siete de mi vida, hacer parapente desde la sierra, montarme en un telecabina, asomarme al balcón de tu escote, mirar al precipicio de tus ojos y subirme a tu piel.

Y el deseo doce, siempre es el mismo todos los años. He vuelto a pedirle como último deseo que se me olviden los otros once. Ya sabes, por si acaso.

Don del vuelo

Y ahora que desperté sin calendario
a las puertas de un cielo terrenal
qué vas a hacer conmigo si no atiendo a razones,
si me entregué sin más a la algarada
de esta felicidad sin qué ni fundamento,
si el saludo se me vuelve pájaro en la mano
y los ciento volando
hacen cola para posarse en mi ventana,
si me declaro en fuga
tras la eléctrica chispa que aguarda en el instante,
si hablo como quien canta
en las crines del pulso secreto de las olas,
amenazo arrastrarte en un alud de espuma
y mis dedos te cercan, antorchas navegantes,
y se te caen las hojas amarillas,
y al contacto tu piel prende en mi abrazo,
qué vas a hacer conmigo sino entregarte entera,
desarraigarte toda
hasta que a las raíces les brote el don del vuelo,
levar anclas, surcar la ingravidez
preñada de centellas, con las manos
tendidas al encuentro, ven conmigo,
con rumor de campanas sobrevolemos los jardines,
ha llegado la hora, vamos, ven
a conocer la risa de los ángeles.

(Eduardo García, La vida nueva, 2008)