Estuve escuchando a un poeta que me hablaba del entusiasmo, de decir que no y seguir adelante hacia todos los síes que aun nos quedan. Yo estaba en el centro, en el sitio en que se cruzan los abrazos que me hacen falta, en la esquina del secreto con el que la vida se despliega como un atlas.
Eché de menos ese recuerdo que me bastaba para hacer por las noches un melodrama que llevarme a la boca. Me dieron ganas de zambullirme en el torrente que empieza a abrirse paso cuando, como ahora, esta misma mañana, el invierno arrecia de mariposas blancas.
Después de la luna llena, estuve escuchando una guitarra que sonaba a encuentro, al gasto de papel que nos va en recuerdos, a lo marchito que los quizás me dejan en el frío y a cómo me muerden los astros y su maquinaria.
Y de pronto son años, de repente la tristeza, a borbotones el ruido lejano de las casas deshabitadas.
La luna ha seguido en otras noches y espero otras caras, otras voces más cercanas. Y yo, cuando hago recuento de no tener nada, me caigo en estas páginas, me embadurno de ausencia y me levanto mirando las semanas que quedan por doler.
Pero tengo vocación de nube y ya oigo el viento que acecha, un poco más allá de las persianas, para llevarme, cualquier día, a resolver un problema de física aplicada.
Física aplicada
Suponiendo que un hombre, una mujer
parten de puntos divergentes, dispersos en un plano,
lugares que se ignoran entre sí,
y a la velocidad del entusiasmo
emprenden la aventura, se ponen en camino,
van por ahí remando en aguas turbias,
van por ahí escuchando el vasto germinar de las semillas,
al acecho, en sigilo, ahuecando la tierra a la esperanza,
suponiendo que trazan trayectorias de curso irregular,
cada cual a su amor, virando al viento,
quebradas trayectorias cuyo sentido puede
al mínimo temblor girar hacia el vacío,
suponiendo el afán, la búsqueda, la sed,
el ensueño del goce, la ilusión y la ausencia,
calculemos, a golpe de intuición,
cuántas veces tendrán las trayectorias
que cruzarse en el brillo de unos ojos,
unos labios que invitan, unas manos que asienten,
para incendiarse a un tiempo, hombre y mujer, sembrar la tierra
de llamas como ráfagas de lluvia.(Eduardo García, La vida nueva, 2008)