La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

1. Hospital (Página 3 de 7)

Porvenir

Mañana, en tu rostro, puede venir otro día tranquilo, miércoles, jueves o domingo, otro día con el mismo nombre que hoy tuvo ayer.

Tranquilo pero inquieto, mañana, sí, pero hoy, ahora futuro o fantasma, pero recuerdo después.

Pero sin mañana, sin tu rostro, se me borran páginas de una vida y en ella no tendré quien me escriba, como si yo fuera el coronel.

Por eso le llaman porvenir, aunque no sepamos por dónde, porque nunca sabemos qué.

Por eso le llaman porvenir, y no «porvolver».

Porvenir

Te llaman porvenir
porque no vienes nunca.
Te llaman: porvenir,
y esperan que tú llegues
como un animal manso
a comer en su mano.
Pero tú permaneces
más allá de las horas,
agazapado no se sabe dónde.
… Mañana!
Y mañana será otro día tranquilo
un día como hoy, jueves o martes,
cualquier cosa y no eso
que esperamos aún, todavía, siempre.

(Ángel González, Sin esperanza con convencimiento, 1961)

Milagros

La muda fascinación de las librerías brillaba detrás la puerta de cristales. Tanto que decir y tanto dicho esperando ahí, entre las hojas.

Compiten los libros entre sí por dilucidar cuál es el que más interesa. Exponen sus títulos brillantes de letras gordas, los nombres pomposos de sus autores y te conducen a la liturgia de la delicada manipulación de sus páginas.

A mí me gustan los libros chiquitos, menudos, sosos, los que apenas se ven en el primer vistazo. Disfruto sacándolos de su geométrica posición en los anaqueles metálicos y los pongo enseguida a hacerme aire semántico con el remolino de las hojas.

Y éste, un típico libro de bolsillo, con una portada discretísima y un título que habla por sí sólo de lo poco que trabajó en él su autor. Por esos asuntos del azar que tanto me asombran, se quedó abierto por cualquier página, en la que leí. Leí como leo, como siempre se lee, como si los ojos cayeran de vértigo al fondo de los renglones del precipicio.

No pude evitarlo. Entre rabia y maravilla, entre envidia y asombro, entre memoria e imaginación, no pude evitar recordar que, aquella frase, ya hace mucho tiempo que la había pensado yo.

La memoria es frágil y nos engaña, y cubre su propia mentira con capas sucesivas de látigo y reproches o de autocompasión y purpurina. Así que, la verdad es que no sé si, tal vez, hube leído esa frase antes en algún momento perdido de la infancia, en un pequeño receso hormonal de mi adolescencia encerrada en libros, o si, es cierto que la pensé yo solo y sin ayuda.

No importa en exceso, como tampoco importa que lo que sí recuerdo nítidamente es la razón por la que la pensé. Aunque nunca sabré si esa nitidez es suficiente para darme la certeza de que es una memoria real o sólo la de un sueño.

A todos nos pasa, le prestemos atención o no, y todos decidimos; no sé si libres, pero decidimos. Tú también decides cuándo tus recuerdos están hechos de la sustancia de la vida o cuándo están rellenos de la materia de los sueños.

Como decides ahora, cuando entras aquí cada vez que tienes un rato. Siempre decides entrar o no, y después, también decides si lo que escribo son textos tontos o si prefieres leer milagros.

«Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro»

(Albert Einstein)

Nunca estuve allí

Estuvo allí. Había andado toda la tarde con esa urgencia que impide contar los pasos que se van dando y, después de una breve visita al médico para que le diera palmaditas en la espalda, salió de la consulta sin saber hacia donde.

El expositor de la tienda le condujo al espejo y el espejo hacia las greñas. Se vio desaliñado, como un Fernando Rey enquijotado, quizás no tan loco ni tan enjuto, pero igual de solitario. A pocos pasos de allí estaba la barbería de siempre y se decidió a ir. Ya iba tocando devolverle a la vida la levedad con la que nos la rellena.

Todo estaba lo mismo que las tantas otras veces. Música lenta y somnolienta de Elvis, colorines en jaulas minúsculas y un aparato lleno de polvo con canto de pájaros que el barbero añadía a la banda sonora de su vida para enseñar a los jilgueritos que amaestraba. «Todo es una escuela», pensó mientras preguntaba por su turno.

«Enseguida, ahora viene mi hijo», respondió el hombre por debajo del bigote, amable siempre a pesar de su gesto serio. Un poco como él, como tantos, como todos, porque el contenido de las cosas no suele ajustarse bien al envase.

No transcurrió mucho, pues apenas le dio tiempo a pensar en otra cosa que en ella y en la llamada que estaba esperando, cuando le invitaron al asiento sacudiendo con energía el trapo que le iban a poner a modo de mandil. No hicieron falta palabras para que se sentara donde siempre se sentaba y se dejara hacer.

Luego, dos palabras y un asentimiento, «¿cómo siempre?», y se quedó mirándose a los ojos del espejo, sonriendo por dentro al darse cuenta de que la pregunta correcta era imposible, «¿cómo nunca?», recordando haber estado allí tantas veces, intentando no ver la película que le hacía retroceder el pelo en la frente mientras la blancura del cabello se iba apoderando de los recuerdos.

¡Qué ganas de fumar! La música le entornó los ojos y el cepillo redondo lleno de talco le despertó por la nuca. Una presión en los hombros le anunció que todo estaba visto para sentencia y se levantó del asiento dispuesto a pagar la faena.

Se colocó las gafas, se produjo el intercambio de moneda y se despidió con tres palabras. Pero, antes de irse, con Elvis chorreando palabras tiernas entre silbidos de pájaros como volando alrededor, se miro en el espejo desde el umbral y no consiguió verse.

Encendió un cigarro al cruzar la puerta como si le sobrara aire, miró al sitio donde se mira cuando se está en otra parte, echó a andar como si tuviera un destino esperando y se fue pensando que no, que nunca había estado allí.

Sin sal

Hoy me he levantado sentimental, no sé, con ganas de decir bobadas y de pedir cosas imposibles. No me gusta estar así, no le pega nada a mi carácter distante, ni a mi rostro hierático, ni a mi forma de ser tan extraña.

No recuerdo si he soñado esta noche —si es que a este no dormir se le puede llamar sueño—, pero me he levantado sentimental y con ganas de pedir cosas raras. Que me dures mucho, todo lo que puedas, que al pensar en mí te sientas como en casa, que duermas bien todas las noches y que me dejes comerte las lágrimas.

Aunque quiero que llores poco de aquí en adelante, salgan las cosas como salgan. Sólo lo justo, lo imprescindible para estar viva, para que lo insípido del aire no deje marca.

No llores mucho, o nada, quiéreme sin sal, que me ha dado ahora por andar con la tensión alta.

Mientras tú existas

Mientras tú existas,
mientras mi mirada
te busque más allá de las colinas,
mientras nada
me llene el corazón,
si no es tu imagen, y haya
una remota posibilidad de que estés viva
en algún sitio, iluminada
por una luz?cualquiera…
Mientras
yo presienta que eres y te llamas
así, con ese nombre tuyo
tan pequeño,
seguiré como ahora, amada
mía,
transido de distancia,
bajo ese amor que crece y no se muere,
bajo ese amor que sigue y nunca acaba.

(Ángel González, Áspero mundo, 1956)

En tránsito

Cuando meto mi vida en la mochila y aprieto el paso para no perder el autobús, siempre tengo la sensación de que se me olvida algo.

No elijo detenidamente sino que tomo las cosas sin depurar, a puñados, con prisa, y las aprieto dentro por si tuviera que meter algo más. Mientras camino hacia la parada voy haciendo una cuenta mental de lo que no llevo. Y, efectivamente, llego al acuerdo conmigo mismo de que no me hace falta.

Al principio me pesa en el hombro llevar la vida a cuestas y resulta incómodo, pero uno se acostumbra pronto a la tirantez de la correa. También es corto el periodo en que uno se hace a las dimensiones extra y consigue girarse sin estamparle a nadie en la cara el cambio de trayecto.

La vida en una mochila, como si siempre se estuviera de viaje y no se supiera en dónde parar ni qué esperar. Ahora ya sólo espero que mañana sea otro día, un día nuevo, un día distinto. Porque todos los futuros me aguardan, todos, cualquiera, y no se me da nada bien planificar.

Antes yo no era así. Todo se transforma. Siempre vivimos en tránsito.

Estúpido

«¡Estúpido!», me dijo sin pensarlo, como un trueno, como un vómito adornado con trece años y un duro centellear de ojos.

No hubo ofensa sino recuerdo, lejano ya, de aquella misma náusea, de aquel mismo y apremiante sofoco.

No hubo ofensa sino certeza de que nos pasamos media vida moviendo los labios con palabras de otros. Y después, si es que por fin conseguimos pronunciar las nuestras propias —dolorosa broma que nos regala el destino—, siempre nos llegan tarde, cuando ya está todo dicho.

El día menos pensado

Sabes que no soy amigo de juramentos ni promesas
pero sí me has oído decir con insistencia
que el día menos pensado voy a procurar
olvidarme la inocencia y la ternura
sobre el mostrador de cualquier casa de empeño.
Pero jamás conseguí inquietarte, o así lo sospecho.
Porque sabes que soy terco y mucho más
en lo que concierne a mis defectos.
Entre esos dos aún sigo viviendo.

(Santiago Montobbio, Hospital de inocentes, 1989)

Parada

Me gustan las paradas de los autobuses. No suelo quedarme en ellas, simplemente miro a la gente y juego a adivinar sus vidas. Aquella habla por el móvil con la amiga que está a punto de ir a ver porque no sabe esperar, tal vez, porque necesita apretar aún más los lazos, quizás es que no puede soportar estar sola.

Allí un hombre nervioso que mira el reloj sin parar y se mesa los párpados con la incredulidad de quien despierta de una pesadilla. La señora mayor va de compras con su nuera impaciente que está deseando escapar del evento y pone todos los impedimentos que puede. Un chaval sentado más atrás tiene la mirada perdida y los oídos rellenos de música, como un fantasma que está habitando un castillo lejano.

Yo paso despacio y no sé si alguien jugará también a predecir mi vida mientras tanto. Pero no subo al autobús que acaba de frenar con un chirrido metálico y ruido de puertas. No todo el que está en la parada es un viajero. Ni todo el que pulula por un hospital está enfermo, ni todos los locos llevan camisa de fuerza, ni una corbata es sinónimo de virilidad.

No es el nombre del sitio en el que estamos el que nos da la medida de lo que somos, ni el paisaje que se vislumbra es el motor de lo que sucede dentro. No todo el que está en el museo mira las obras de arte, ni todo el que rechaza pasteles es diabético.

Nosotros le otorgamos esencia a los lugares en los que estamos. Que nos pongamos a comer sobre una mesa transforma la sala en restaurante. Que nos miremos desde sillones incómodos los convierte en diván. Que nos asustemos de los ruidos modifica el concepto de edificio hasta hacerlo coincidir con el de castillo.

El sitio, cualquier sitio en el que estamos a gusto, real o virtual, ese sitio, es un hogar. Aunque a los demás les parezca una parada de autobús y tengan la curiosa costumbre de querer adivinarnos la vida.

Espanto

Le crujen los huesos a la noche. La veo arrugarse poco a poco, volverse transparente y frágil, gemir como hospitales repletos.

Le duelen los huesos a la noche y los voy consolando con crema de palabras, con pastillas o con ungüentos de dudosa procedencia.

Le revientan los huesos a la noche, las lámparas ahogan el sarcasmo de la sombra que ya lo invade todo menos el grito, noche que respira el filo de las navajas queriendo llegar a un orgasmo que consiste en seguir latiendo, en parecer vivos.

Y cuando todo se calma y el silencio se hace un hueco en la almohada y cierro los manos inútiles del insomnio, respiro muy hondo, asumo la madurez de una lágrima, y me envuelvo en estas sábanas azules que no me tapan el espanto.

Viento

Uno conversa con el viento tantas veces que parece no existir otra cosa que viento. Viento son las palabras que decimos, las que nos dicen. Viento son los besos, aire que cambia de recipiente y de pecho.

De viento están hechos los sueños que nos arrastran, los fantasmas que arrastramos, las ausencias, los deseos. Las preguntas van al viento y en el viento, amigo, en el viento están flotando las respuestas.

Electrónico viento que empuja velas cuadradas el que nos trajo aquí. Sóplame para alterar esta memoria de peces en el acuario y volvamos a cantar la misma canción que un día cantamos.

Bendición

Benditos sean todos mis habitantes del cariño, la paciencia de los amigos, los sueños que admiten espera, los ojos del amor y los del delirio.

Benditos sean los que me ofrecen alternativas, aquellos que me recogen el alma de los pies y me suben hasta que rozo el cielo, benditos quienes me orientan hacia el éxito. Benditos sean también, con una bendición llena de agradecimiento, quienes no me dan por perdido y todos aquellos que saben exactamente lo que tengo que hacer en cada momento.

Tomaos un merecido descanso, disfrutad de un pequeño receso en el difícil arte de quererme tanto. Abandonaos un momento a la fatiga y reposad suavemente en el ocio del sueño para que pueda, alguna vez, discernir y equivocarme yo solo, diseñar y llorar mundos erróneos con lágrimas desatadas y tropezar en la misma piedra en la que tropiecen todos.

Porque necesito calmar un dolor intenso, la agonía de no saber a quién le debo tanto y esta viscosa desazón infinita de sentir mi corazón atrapado en las cabezas de otros.

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