La muda fascinación de las librerías brillaba detrás la puerta de cristales. Tanto que decir y tanto dicho esperando ahí, entre las hojas.

Compiten los libros entre sí por dilucidar cuál es el que más interesa. Exponen sus títulos brillantes de letras gordas, los nombres pomposos de sus autores y te conducen a la liturgia de la delicada manipulación de sus páginas.

A mí me gustan los libros chiquitos, menudos, sosos, los que apenas se ven en el primer vistazo. Disfruto sacándolos de su geométrica posición en los anaqueles metálicos y los pongo enseguida a hacerme aire semántico con el remolino de las hojas.

Y éste, un típico libro de bolsillo, con una portada discretísima y un título que habla por sí sólo de lo poco que trabajó en él su autor. Por esos asuntos del azar que tanto me asombran, se quedó abierto por cualquier página, en la que leí. Leí como leo, como siempre se lee, como si los ojos cayeran de vértigo al fondo de los renglones del precipicio.

No pude evitarlo. Entre rabia y maravilla, entre envidia y asombro, entre memoria e imaginación, no pude evitar recordar que, aquella frase, ya hace mucho tiempo que la había pensado yo.

La memoria es frágil y nos engaña, y cubre su propia mentira con capas sucesivas de látigo y reproches o de autocompasión y purpurina. Así que, la verdad es que no sé si, tal vez, hube leído esa frase antes en algún momento perdido de la infancia, en un pequeño receso hormonal de mi adolescencia encerrada en libros, o si, es cierto que la pensé yo solo y sin ayuda.

No importa en exceso, como tampoco importa que lo que sí recuerdo nítidamente es la razón por la que la pensé. Aunque nunca sabré si esa nitidez es suficiente para darme la certeza de que es una memoria real o sólo la de un sueño.

A todos nos pasa, le prestemos atención o no, y todos decidimos; no sé si libres, pero decidimos. Tú también decides cuándo tus recuerdos están hechos de la sustancia de la vida o cuándo están rellenos de la materia de los sueños.

Como decides ahora, cuando entras aquí cada vez que tienes un rato. Siempre decides entrar o no, y después, también decides si lo que escribo son textos tontos o si prefieres leer milagros.

«Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro»

(Albert Einstein)