La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

4. Soledad (Página 8 de 8)

Reír a lágrima viva

Cuando observo a la gente me fijo mucho en cómo ríen. Hay risas forzadas y risas que parecen florecer en la cara. Hay risas tímidas, hay quien ríe como por dentro y hay risas que explotan como una burbuja.

También he visto reír a lágrima viva, he visto reír compulsivamente empujado por los nervios o soltar una carcajada después de sentirse apuñalado. Por eso no creo que haya una risa sea más sincera que cualquier otra. La risa es un arma y puede usarse para defender la alegría o para matarla.

¡He reído por tantas cosas! He reído para intentar comprender el mundo, he hecho reír para conquistar un beso, he reído por no llorar. He reído para ablandar el corazón de otros y he reído para que no se me note la cobardía.

Ahora todavía me río por lo mismo. Y por alcohol y por maría. Pero he decidido elegir con quién me río. Supongo que en eso también hay algo de coquetería, que los huecos de las muelas que ya no tengo ayudan a reír en público con media boca.

Nunca me hicieron gracia los tropezones ni los chistes verdes. Pero cuando algo me produce ese cosquilleo que antecede a la carcajada, entonces tengo que huir a cobijarme en alguien para reírme a todo pulmón, porque reír hiere o es poco educativo o requiere a otro alguien que se ría también.

Reír solo es mucho más triste que llorar sin compañía. Porque llorar a solas es darse cuenta de que no te han entendido. Pero reír sin nadie alrededor es saber que no van a entenderte nunca.

Sin embargo, cada vez me río menos. No sé si es hormonal o producto de la experiencia, de este haber visto ya de todo, tan de todo, que la risa prescribe. O tal vez me haya vuelto insensible al sentido lúdico de la vida.

Aunque la razón más probable para que mengüe mi risa estriba en este ir perdiendo la inconsciencia, en esta manera de ir aprendiendo que, cada vez que me río por algo, en realidad, me estoy riendo de mí mismo. Y ese modo de autocrítica es muy sano, no digo que no, pero se acusa el golpe y prefiero dejar que la risa se diluya en la rutina. O en todo caso, sonreírme a mí mismo, como si me perdonara.

Lo que no he conseguido nunca, y no creo que nunca consiga, es reír sin gana. Y sin gana, tampoco he conseguido hasta ahora llorar.

Espero dar alguna vez con alguien que sea capaz de reír y llorar a la vez. Me encantaría aprender poco a poco.

Al otro lado

Te digo que esta vez lo digo en serio.
No consigo dormir, me asusta el tiempo
que tengo que pasar sin ver tu risa
liviana apoderarse de la casa.
Noche tras noche vienes y me dejas
más sólo que la luna. Ese recuerdo
me basta para hacer un melodrama
del día que me espera, sin un beso
que llevarme a la boca. Mi mujer
no sospecha de ti; sólo pregunta
de dónde ese aire huérfano, esa leve
sonrisa que me vuelve transparente
me llegan
y hacia dónde me conducen.
Ya no voy a fingir. Hoy es el día.
Esta noche nos vemos para siempre.
Cruzaré en un descuido la pantalla.
Me quedaré contigo al otro lado.

(Eduardo García, No se trata de un juego, 2004)

Mensaje en una botella

Es verdad que no parece mucho,

solo un mensaje de naufrago

tirado al mar de la distancia,

aparecido apenas entre las letras

rigurosamente raras que practico

encadenando versos

a la deriva.

Cada vez que todo se derrumbe

o sientas el vértigo del abismo,

no dejes de entender su secreto,

tácito pero cierto, limpio. Tú sólo

intenta llevarlo de la mano contigo,

guardarlo en el corazón desamparado

o en la memoria

de la noche.

Verás que el mensaje no se borra

incluso aunque le llores miedo encima;

disipa con él tus sueños amargos de ceniza,

ábrele paso hacia nuevas olas

que se avecinan.

Que el azar me lleve hasta tu orilla,

ola o viento, que tome tu rumbo,

que hasta ti llegue y te venza mi ternura.

(Darío Jaramillo Agudelo)

La vida secreta de las palabras

Me habló de su sueño con «tata de tocholate» y tuve que reírme a todo pulmón. Me invitó a asistir a una estancia rural y rechacé la oferta. Me contó sus problemas de intendencia como disculpa para las cervezas y me extrañó su acercamiento a estas alturas de partido.

Me pidió que arreglara un ordenador y le expliqué el mecanismo del enchufe. Me propusieron que arreglara otros dos más y les recordé las precauciones que no habían tomado. Me contó la operación de su madre y me alegré de que ya estuviera en casa.

Me dijo que su hijo estaba mejor y sonreí al saberlo. Me invitó a subir al coche y preferí bajar la cuesta, aunque luego me alegró que, cargado, a la vuelta, me la subiera sin pies.

Me comentó sobre una película con bolero y le recordé un chiste antológico. Me escribió «anexos» y yo respondí con «zafes». Me preguntó cuántos kilos de tomates y le dije que dos. «Fortuna» fue la palabra que le dije mientras me preguntaba con cara de circunstancias. Me dijo sin pronunciar ninguna erre que la tela de mosquitero estaba en la otra tienda y le di las gracias.

Me habló de su infancia valenciana y respondí con una frase genérica. Me dijo que vendría hoy y mañana, y le dije que cuando quisiera. Me pidió un número de teléfono y se lo dí con los dedos. «Bienvenido», parpadeó; y yo le dije «Retirada de efectivo». En tres mensajes apareció mi nombre, en la ventanita de una factura y en la foto de un comentario.

Primero fue «ni hao» y luego «zian jian». Ninnette dice que está embarazada y el señor de Murcia calla. Los muertos vivientes no dicen nada, solo muerden; y ella tampoco dice mucho, solo dispara. Hay que dejar la bellota una noche en agua antes de plantarla, dijo a la audiencia, mientras yo pulsaba el seis.

Estrategias metodológicas rezaba el apartado que borré por accidente. Le dejo escrito en una nota que me cobre los productos de limpieza que faltan. Su pedido ha sido confirmado, decía el email. «Es que no estoy en la casa, luego te lo digo» me dice cuando le pregunto por la cena. Suena el móvil con dos pitidos y al leer reflexiono que las palabras no deberían perderse con el suministro eléctrico. En todo caso, que se pierdan en el aire; o en la traducción.

Se me ocurrió decir algo para matar el silencio y darle ánimos, me respondió con una serie de catastróficas desgracias y un beso. Este texto se titula «la vida secreta de las palabras». Tecleo «palabras», «vida», «secreta», «decir», «contar», «hablar», «comunicación» y algunas otras etiquetas más. Le doy a «publicar».

Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando otro yo las lee o las escucha.

Y muy bajito vuelvo a decírmelas, mientras pienso que a dónde irán a parar —a qué oscuro pozo de memoria, a qué claro manantial del olvido—, todas las palabras que nacen y mueren en este nueve de octubre, y que no me han servido para nada.

Algún día encontraré una palabra…

Algún día encontraré una palabra
que penetre en tu vientre y lo fecunde,
que se pare en tu seno
como una mano abierta y cerrada al mismo tiempo.

Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y lo dé vuelta,
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía
y no se detendrá ni cuando mueras.

(Roberto Juarroz)

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