Me habló de su sueño con «tata de tocholate» y tuve que reírme a todo pulmón. Me invitó a asistir a una estancia rural y rechacé la oferta. Me contó sus problemas de intendencia como disculpa para las cervezas y me extrañó su acercamiento a estas alturas de partido.
Me pidió que arreglara un ordenador y le expliqué el mecanismo del enchufe. Me propusieron que arreglara otros dos más y les recordé las precauciones que no habían tomado. Me contó la operación de su madre y me alegré de que ya estuviera en casa.
Me dijo que su hijo estaba mejor y sonreí al saberlo. Me invitó a subir al coche y preferí bajar la cuesta, aunque luego me alegró que, cargado, a la vuelta, me la subiera sin pies.
Me comentó sobre una película con bolero y le recordé un chiste antológico. Me escribió «anexos» y yo respondí con «zafes». Me preguntó cuántos kilos de tomates y le dije que dos. «Fortuna» fue la palabra que le dije mientras me preguntaba con cara de circunstancias. Me dijo sin pronunciar ninguna erre que la tela de mosquitero estaba en la otra tienda y le di las gracias.
Me habló de su infancia valenciana y respondí con una frase genérica. Me dijo que vendría hoy y mañana, y le dije que cuando quisiera. Me pidió un número de teléfono y se lo dí con los dedos. «Bienvenido», parpadeó; y yo le dije «Retirada de efectivo». En tres mensajes apareció mi nombre, en la ventanita de una factura y en la foto de un comentario.
Primero fue «ni hao» y luego «zian jian». Ninnette dice que está embarazada y el señor de Murcia calla. Los muertos vivientes no dicen nada, solo muerden; y ella tampoco dice mucho, solo dispara. Hay que dejar la bellota una noche en agua antes de plantarla, dijo a la audiencia, mientras yo pulsaba el seis.
Estrategias metodológicas rezaba el apartado que borré por accidente. Le dejo escrito en una nota que me cobre los productos de limpieza que faltan. Su pedido ha sido confirmado, decía el email. «Es que no estoy en la casa, luego te lo digo» me dice cuando le pregunto por la cena. Suena el móvil con dos pitidos y al leer reflexiono que las palabras no deberían perderse con el suministro eléctrico. En todo caso, que se pierdan en el aire; o en la traducción.
Se me ocurrió decir algo para matar el silencio y darle ánimos, me respondió con una serie de catastróficas desgracias y un beso. Este texto se titula «la vida secreta de las palabras». Tecleo «palabras», «vida», «secreta», «decir», «contar», «hablar», «comunicación» y algunas otras etiquetas más. Le doy a «publicar».
Entonces releo el artículo y recuento todas las palabras propias y ajenas de hoy. Y echo de menos las que no he dicho, las que no me han dicho. Las pronuncio en voz baja, muy baja, tan sólo para mí; como si esas palabras tuvieran una vida secreta que se deshace cuando otro yo las lee o las escucha.
Y muy bajito vuelvo a decírmelas, mientras pienso que a dónde irán a parar —a qué oscuro pozo de memoria, a qué claro manantial del olvido—, todas las palabras que nacen y mueren en este nueve de octubre, y que no me han servido para nada.
Algún día encontraré una palabra…
Algún día encontraré una palabra
que penetre en tu vientre y lo fecunde,
que se pare en tu seno
como una mano abierta y cerrada al mismo tiempo.Hallaré una palabra
que detenga tu cuerpo y lo dé vuelta,
que contenga tu cuerpo
y abra tus ojos como un dios sin nubes
y te use tu saliva
y te doble las piernas.
Tú tal vez no la escuches
o tal vez no la comprendas.
No será necesario.
Irá por tu interior como una rueda
recorriéndote al fin de punta a punta,
mujer mía y no mía
y no se detendrá ni cuando mueras.(Roberto Juarroz)
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