Amanecen en el patio, secas, reposando después de un vuelo breve, casi un baile con el viento.
Entonces, armado de escoba y en armonía con la pendiente, las barro lentamente, dejo que jueguen un poco antes de meterlas en el recogedor.
Otras, las más, otras que cayeron a la tierra huyendo de la escoba, se dejan seducir por el rastrillo y se acercan a mis pies tímidamente.
Con las manos, las reúno en puñados que crujen —si no fuese porque me creerías loco, diría que crujen con la risa de las cosquillas— y las obligo a compartir el mismo olvido que a las otras.
Se suda, por el calor y porque yo sudo con poco, y después de la tarea apetece subir a lo alto de la escalera y ver el resultado. El humo hace garabatos en el pensamiento y sabe a gloria ese escalofrío de la brisa que se levanta como queriendo llevarse las gotas de sudor.
Todo limpio, tranquilo, fresco el cuerpo a la sombra, quizás felicidad. Y vuelvo el rostro a contemplar la obra realizada… Imprecación. ¿Cómo han…?
Nuevamente, hojas secas desparramadas por el patio, como notas de un pentagrama. Y como un Sísifo moderno, con un enfado que se va convirtiendo en ternura, vuelvo a retomar la misma tarea que acababa de terminar.
En el fondo, me conmueve la impertinencia de las hojas secas. Parecen remordimientos de la naturaleza que se posan en la conciencia del suelo. Porque son como las ausencias, como el silencio, como la soledad.
No hay manera de quitarlas del todo.
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