Que exista el cielo

aunque yo no encuentre en él mi sitio.

Que haya otra vida

aunque en ella me toque estar muerto.

Que tu vientre esté siempre lleno de mariposas

aunque no sepan hacer volar

mi nombre.

Que tus ojos se abran repletos de luz

aunque yo no pueda verlos.

Que rompas el aire en trocitos de carcajada,

que estés alegre y loca y risueña,

que te rías siempre, con tu risa llena,

aunque sea de mí.

Que seas feliz

y, aunque ya nada sea del todo conmigo,

que nada sea, tampoco,

completamente sin mí.

Angelus

Quién me iba a decir que el destino era esto
Ver la lluvia a través de letras invertidas,
un paredón con manchas que parecen prohombres,
el techo de los ómnibus brillantes como peces
y esa melancolía que impregna las bocinas.
Aquí no hay cielo,
aquí no hay horizonte.
Hay una mesa grande para todos los brazos
y una silla que gira cuando quiero escaparme.
Otro día se acaba y el destino era esto.
Es raro que uno tenga tiempo de verse triste:
siempre suena una orden, un teléfono, un timbre,
y, claro, está prohibido llorar sobre los libros
porque no queda bien que la tinta se corra.

(Mario Benedetti, Poemas de la oficina, 1953—56)