Había una vez un hombre invisible que no era ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni listo ni tonto. Paseaba el hombre por el mundo sin que nadie lo viera. Iba al trabajo de incógnito, comía en una esquina de la mesa, dormía siempre en el mismo lado de la cama.
Y soñaba, sin que nadie lo viera, no en vano era invisible, con encontrar a una mujer que, por fin, lo entendiera, lo imaginara y lo quisiera desde el interior de su invisibilidad hasta la punta de los dedos de los pies. E imaginaba el color del trigo y se alegraba de que lo esencial fuera invisible a los ojos.
Sucedió que habitaba cerca una mujer intangible, que no era ni alta ni baja, ni guapa ni fea, ni lista ni tonta. Sucedió que una vez se cruzaron, una de las tantas veces que se cruzaban en un supermercado, esperando un semáforo o en la cola del autobús. Y sucedió que esta vez no pasaron de largo como pasan los minutos en una sala de espera, sino que, por casualidad, se escucharon mientras pensaban en voz alta.
Aquel hombre invisible y aquella mujer intangible, desde ese momento, se buscaron, se encontraron y se dedicaron a conversar todos los días como quien presencia un milagro en la copa de un árbol y peregrina cotidianamente esperando que vuelva a ocurrir. Y aquel hombre y aquella mujer imposibles, amaron la conversación como quien ama por primera vez, que es como se ama todas las veces que se ama.
Se apuntaron a la lista de espera que hay para conseguir el final de los cuentos, pero el tiempo pasó como pasa siempre, como un rodillo que aplasta la profundidad de las cosas hasta dejarlas en trocitos ridículos y desperdigados por la memoria.
Pero todo cansa y no verse cansa y no tocarse cansa y las conversaciones acaban en círculo y no olerse termina en espiral. Un día, uno no acudió a esperar el milagro. Al día siguiente, fue el otro el que interpuso una ausencia. Y unos días más tarde, aunque se personaron los dos en el umbral de la cita, fue el milagro el que no acudió.
El hombre invisible y la mujer intangible, volvieron a pasar de largo cuando se cruzaban en un supermercado, esperando un semáforo o en la cola del autobús, como si nada hubiera sucedido. Quizás, precisamente, porque nada sucedió.
Y el hombre sigue siendo invisible, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni listo ni tonto. Sigue comiendo en la esquina de la misma mesa, durmiendo en el mismo lado de la cama, yendo al trabajo de incógnito. Sabiendo que sólo el tiempo que le dedicaron le hizo ser importante, ese mismo tiempo que pasa, como nos pasa a todos, como un rodillo que aplasta la profundidad de las cosas hasta hacerla trocitos ridículos.
Pero aunque parece que todo sigue lo mismo, el hombre ha desarrollado un cierto odio irracional hacia los zorros domesticados. Porque, si bien es verdad que lo esencial siempre es invisible a los ojos, ahora sabe que los principitos y las rosas sólo somos capaces de amar lo accesorio.
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