Frágil como el cristal de la copa

que ofrece sorbos de deseo,

tenías la piel llena de labios

y un suspiro que yo te había dejado

en el borde del cuello.

Eras calor de cuerpo medio desnudo

y encendías la luz que distingue unos días de otros,

las palabras oscuras de la saliva,

el corazón abierto a la intemperie

de la noche cerrada al insomnio.

Fuiste la gran herida vertical de color rápido,

sobreviviste muro, árbol de la ciencia,

manzana de lumbre ajena

y madeja que no puede desenredarse

sólo con mis dos manos apacibles.

Cuando, al otro lado del teléfono,

oigo la parte de risa que aún me corresponde,

no consigo escucharte como eres,

porque a este lado del aparato no soy yo

el hombre risueño que contesta y se alegra

del extracto contagioso de la tecnología moderna.

Sino que conversas con el miedo que tengo

a que aquella mujer frágil que recuerdo

con la piel llena de labios,

sea una vieja mentira a la que aferrarse

o acaso

una mentira nueva sin asideros.

La despedida de la carne

Se gastaron mis manos y mis ojos en numerosos cuerpos,
y sólo sé
que el mirar complacido y las lentas caricias
anulaban el mundo
que no era territorio precioso de la carne.
Ni el humo de los leños que ardieron
puede ya retornar.
Adoré lo que el tacto adoró. Lo sé como me sé.
Y me es ajeno y débil como si fuese imaginado.
Sigo siervo del dios que me otorgó una vida
por la que la desdicha pudo ser aceptada.

Hoy ven los ojos, en la presencia de la carne,
igual lo diferente,
y el tacto del que oficia no halla nada
que le otorgue el temblor:
mi cuerpo ya es la llaga de una sombra.
El dios que tanto dio para quitármelo,
y al que nunca recé, ni fui blasfemo,
también se desvanece como si fuese un cuerpo.

Misericordia extraña
ésta de recordar cuanto he perdido,
y amar aún su inexistencia.

(Francisco Brines)