Duermo mal. Hay cosas
que si no se aprenden en la infancia,
luego nunca se hacen bien.
En esos ratos de duermevela,
como un fogonazo de esperanza,
descarrilan los trenes de la memoria
y el azar enfunda su machete.
Supongo que sueño, pero jamás
he conseguido recordar una historia.
Lo peor es que nunca puedo
conmover hacia el misterio
a quienes escucharían con gusto de mi boca
un pasaje febril, una caída,
un tormentoso episodio,
una lujuria familiar.
Pero es en ese momento, despierto,
con los ojos cerrados a la oscuridad
y atravesado por los ruidos de la noche,
cuando simulo el artificio de otra vida,
que no me vive más que por dentro
y que pugna por salir.
Me fabrico mis sueños a medida,
sueños que no podría contar
en ningún auditorio, por el pudor
que me produciría saber lo que significa
cada fotograma y, al mismo tiempo,
hacerte creer que no.
Para mentirte prefiero mil veces
el día a día, el trabajo, la sombra
de todas aquellas palabras que me dices,
esos silencios espesos que otorgan
o este hálito sutil de la poesía.
Miento mal. Sueño mal.
Hay cosas que no pueden aprenderse.
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