Puedo imaginarla a mi gusto, con piernas perfectas y un rostro delicado y sereno. Rubia o morena o la mitad de cada.

Vendrá vestida como yo quiera, adoptará la forma de mis sueños y me irá diciendo al oído todo aquello que me gustaría oír de sus labios.

Temblará al contacto con mis manos, gemirá entrecortadamente como derramando bendiciones con los ojos cerrados y, un poco más tarde, sonreirá con picardía mientras se recompone el cabello.

La literatura es el paraíso artificial en el que siempre resido. Me mudé hace ya mucho tiempo y apenas salgo del barrio: para ir a trabajar, echar una cerveza con los amigos o llevar y traer a los niños.

Sería perfecto para alguien que se conformara con poco. Yo, sin embargo, preferiría que adoptara su propia forma, que me espetara impertinencias en el más mágico de los momentos y que las presillas del sujetador me dejaran inexorablemente en ridículo.

Preferiría que no fuese de mi talla, sino de la suya. Que su rostro fuese inconfundible y que trajese la misma vestimenta que lleva puesta todo el día. Incluso preferiría que no siempre que me lo anunciase pudiese venir a mi encuentro.

Prefiero otro paraíso más imperfecto, en donde no todo salga como estaba previsto y hubiera que amoldarse a lo que el azar envíe. Un paraíso dividido entre los días intactos y los días de beso, que tuviera vistas al infortunio y al dolor propio y ajeno.

Ya decidí, hace tiempo, que aunque siguiera esculpiendo en el aire con la materia de la que están hechos los sueños, volvería a comer con pan o sin él, alternativamente; decidí que volvería al calor del pijama de invierno y a hacer piruetas horizontales con la almohada. Y que dejaría, al menos durante un tiempo, este otro paraíso de palabras.

Me arden los dedos de tanta piel que no consigo tocar, me empiezan a picar los ojos de tanto no mirar los tuyos, me duele la espalda de estar encorvado sobre el porvenir.

Ahora me mudo, nuevamente, a otro cielo adyacente y más recogidito. A un sótano más modesto y más oscuro de deseo no siempre correspondido, me vuelvo con mis maletas a ese lugar tan frágil y tan cotidiano, a ese espacio que queda entre el teléfono y la tarde.

Quiero irme a vivir a un país donde no tenga que imaginarte, a una provincia en la que no necesite conocerte, a una ciudad en la que podamos habitarnos.

Vendo este inmueble y empiezo la mudanza hoy mismo. Si quieres, puedes mirar como voy envolviendo los trocitos de corazón que me gustaría llevarme conmigo.