Los monumentos son la bebida de los turistas. Los vi desperdigados, les hurgué los huecos con las manos, les palpé su edad en los catálogos y las placas, acerté su estilo desamparado, comprendí el silencio que encierran como tesoro.

Tanta piedra, ordenada, sublime, que se eleva sobre la colina, que destaca por encima de otras piedras, tanta piedra, tanta.

Fríos retablos policromados que explican historias fotográficas, púlpitos que te miran desde un punto elevado, almenas, murallas, criptas, hazañas esculpidas de los santos.

Tantas columnas, tantas campanas, un mundo hecho para los cañones y contra las lanzas, tanta piedra antigua, tanta sangre requerida para tallarla.

En aquel desierto de pórticos, en la densa selva de murallas, borracho de arcos góticos y barroco de sandalias, he vivido, peregrino de cervezas, intentando salvar el alma que llevaba en los pies.

Los monumentos son la bebida del turista y hay que tener cuidado con ellos porque emborrachan.