Cierras los ojos como una recién nacida que se encarama a los balcones del sueño agarrándose a la almohada.
Giras en la cama sin que nada se adivine de ese otro mundo en el que habitas. Nada se adivina, excepto tal vez un pequeño extremo del viaje que se te sale en una sonrisa por la comisura de los labios.
Con la luz vas creciendo, el reloj te lleva de la infancia de las sábanas hasta la pubertad del muslo que aflora, hacia la juventud del pie ingrávido que se contorsiona y se desliza y, en el último remoloneo, poniéndole horario a la libertad de la cama revuelta y adictiva, saltas a la claridad desconocida del cuarto con el gesto duro de una mujer decidida que nadie sabe que no lo es tanto.
Cuando despiertas, pasas de puntillas por todas las edades de la mujer hasta encontrar la tuya y sincronizarte con la edad que te dejaste ayer esturreada entre la maleta y la mesilla.
Ahora puedo decirte cuánto me asombra. Ahora puedo porque he sido testigo de como van pasando tus edades y tus horas, una a una, suavemente, como quien juega a rayar el agua del estanque en que se mira.
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