Había una vez un hombre del tiempo al que le encantaba su profesión. Dedicaba todos sus esfuerzos, miraba en internet los datos del satélite, comprobaba por teléfono el clima que hacía en otros lugares del mundo que tenían la misma latitud que el suyo, la misma longitud, la misma altura, la misma distancia a la sierra y al mar que su ciudad.
Dedicaba horas y horas a elaborar pronósticos minuciosos, debidamente razonados y analizados. Y llegado el momento, pronosticaba a sus convecinos el tiempo que haría al día siguiente.
Con todos estos datos en el corazón, siempre pronosticaba lluvias. Si fallaba en su pronóstico del tiempo y el día siguiente era soleado, como es natural, le fastidiaba mucho haberse equivocado. Aunque su verdadero problema era que también le fastidiaba acertar porque, cuando su vaticinio era correcto y las nubes lloraban desde el cielo, recordaba la tristeza infinita que le embargaba en los días de lluvia.
Entonces, al cabo de unos años, se encontró con otro hombre del tiempo algo más viejo con el que entabló amistad. Se intercambiaban datos, comentaban las incidencias meteorológicas y las no tan lógicas, sus impresiones y sus cuitas. Pero nunca coincidían en el pronóstico. El otro siempre pronosticaba días fantásticos, soleados pero no calurosos en exceso y con la posibilidad de brisas suaves que lo hicieran aun más agradable.
La ciencia de la meteorología, al igual que la amistad, tiene ese gran defecto, esa gran virtud: cuando se empieza hablando de nubes y temperaturas, al final salen en la conversación las tormentas de la cabeza y las precipitaciones del corazón. Y le contó lo que le pasaba, su extrema desazón fuese cual fuese el resultado de su pronóstico, en tanto que, el otro hombre del tiempo siempre parecía contento.
El hombre del tiempo mayor respondió:
—¡Ah, naturalmente! No es ningún secreto lo que te voy a contar, todo el mundo lo hace. Yo no intento acertar el tiempo que va a hacer mañana, eso no está escrito en ninguna parte: lo que pronostico es el tiempo que me gustaría que hiciera.
—Ya, ya, míralo que iluso… Pero… ¿y si te equivocas?
—Si me equivoco y mañana el sol derrite las aceras, ya procuraré buscarme un aire acondicionado o ponerme a la sombra. O le pediré a alguien que que me abanique o que me haga sudar con motivo. O igual voy a la piscina y encuentro bikinis que mirar. O me aguantaré sudando hasta la deshidratación, sabiendo que todo llega, pero que todo pasa.
—Pero ¿y si llueve?
—Si me equivoco y llueve, bueno… me gusta la lluvia, según de qué manera y con quién. Aunque lo que verdaderamente me pone contento es que, a veces, acierto. Y entonces disfruto de ese día que me deja tocar los sueños.
Pero el hombre del tiempo lluvioso, aun después de entender la respuesta, no quiso dejar de pronosticar mal tiempo. Era superior a sus fuerzas: prefería tomarse la realidad cruda antes que probar la fantasía en almíbar.
Y es que para quien siempre apuesta a la lluvia, ningún sol es suficiente. Para quien apuesta a la humedad, nunca encuentra ropa seca que ponerse. Para quien apuesta a perder, todas las victorias son mentira.
Y colorín colorado, este cuento de verano se ha acabado.
Naturalmente, es un cuento con metáfora, porque, como ya se habrán dado cuenta al leerlo, no estoy tratando de hablar de meteorología, sino de la agricultura de los sueños para ganaderos del corazón.
Latido
A veces me pregunto
si tiene sentido escribirle al silencio.Como esta noche…
Yo estaba en el mirador.
Siempre estoy en un mirador esperando a que pase.Me parece abarcar el horizonte con la palma de mi mano,
pero en realidad no toco nada.
Solo rozo este aire que mañana será otro,
aunque intente convencerme de que es el mismo.La ciudad me desafía y enciende sus miles de luces,
yo enciendo mis sentimientos.
Tú también eres perro viejo y lo sabes.
El consumo del corazón sube cuando asoma la luna,
se contamina la piel
de energía gastada en horas punta.A la mañana siguiente solo quedan residuos.
Pero nadie me enseñó a reciclar lo que siento.Soy tonta. Rematadamente tonta.
Me dejo alumbrar por esas luces que palpitan
por mis caricias,
pero laten sin mi vida.@(Alicia Choin, poema inédito, 2011)
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