Todo empieza fuera del tiempo, fuera del espacio.

Lejanos países —lejanos ¿de dónde?— en los que había una vez, o muchas veces, criaturas desvalidas en manos de un autor sin escrúpulos.

Porque el autor, escondido detrás de una voz que narra impersonalmente, decide poner trabas y cuitas en la vida de los personajes. Se los inventa, les mata a los padres o los hace pobres, los mete en un castillo o en un choza, arbitrariamente, casi tan caprichosamente como el azar.

Luego los asusta con ogros, los impele a cometer fechorías o a soportar desgracias, los lanza sin red a un mundo en donde puede pasar cualquier cosa y en donde cualquier cosa que pasa viene como llovida de una tormenta. Los animales hablan con una dicción perfecta, con sabiduría o maldad, movidos por compasión o crueldad, por amor o por esa soberbia que sólo puede ser humana.

Como habitantes de una teoría evolucionista, los personajes cambian, se adaptan al medio y desarrollan capacidades que no creían tener y afrontan desafíos, generalmente estúpidos, con el coraje de los héroes que no tienen nada que perder. Todos los buenos ganan —¿quiénes son los buenos y por qué?— y todos los cuentos acaban. Todos los buenos ganan y alcanzan la dichosa felicidad sin que nadie sepa exactamente en qué consiste; bueno, todos ganan excepto las perdices, naturalmente.

Pero hay cuentos especiales, cuentos chinos. Aquellos en los que el autor no consigue zafarse de su propia trama. Se inventa a sí mismo y a los otros personajes, se lo inventa todo y… se lo cree. De una mirada extrae un sentimiento, con una palabra erige un monumento al corazón o un abismo al que asomarse. Y pierde el control de los sucesos y se pregunta que cómo a él, a sus años.

Y los animales, las cosas, cobran vida y le hablan, durante las ausencias, del otro, de los otros. Se alternan las noches con estrellas y los días nublados, se toca el cielo y, al instante siguiente, un infierno que sólo el azar sabe de dónde ha salido, le quema el estómago y la sangre, le hace arder los nervios o supurar lágrimas de desencanto cuando el hechizo no llega a tiempo.

El amor es un cuento, literatura infantil hecha por niños y para niños. Por y para niños que aún no han perdido las alas y que buscan un polvo de hadas que les haga volar de nuevo. Autores y protagonistas confunden sus roles, el azar narra caprichos de los de érase una vez y cualquier cosa es posible.

Pero como todos los cuentos, el amor acaba. Porque un cuento no es cuento hasta que se cuenta, y como todos los cuentos, el amor acaba en lágrimas puestas en otro hombro, en la barra de un bar (o en la terraza, si es verano) o en otra cama. Y colorín colorado, hay muchos cuentos que acaban en un juzgado. Y no siempre de paz.

Las perdices, ya devoradas y digeridas, no están en condiciones de agradecer este tipo de finales. Y los niños, inmediatamente, ávidos de literatura, quieren empezar otro cuento, creyendo aún que existen esos cuentos de los de nunca acabar.

Dichosos aquellos niños que tienen todas las noches la literatura de un melodrama que llevarse a la cama, porque vivir sin cuentos es como hacer de un poema un simple ejercicio de escritura.

La forma de querer tú…

La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.

@(Pedro Salinas, La voz a ti debida)