Entre usted y yo —permítame la confidencia— no hay tanto espacio. Nos une, a modo de puente o pasarela, un hilo conductor común.

He escrito estas palabras —permítame la confidencia—, pensando en usted; no tanto en su circunstancia concreta, sino en usted grosso modo. Igual que usted me lee a mí —permítame la confidencia—, pero no tanto a mi yo solo, ni a mis manías, ni a mis torpezas, sino a esa profunda parte de mí que usted lleva tan adentro.

Entre usted y yo, juntos, sobrellevamos la autoría y los derechos de los versos de este poema, porque usted descifra lo que escribo en tanto que ahora le estoy escribiendo precisamente eso que usted siente o interpreta.

No menosprecie granos de arena —especialmente aquellos que caen imparablemente del Gran Reloj— ya que no cabe la modestia, porque cualquier poesía mía es tan suya que me duele necesitarle para esta transfusión de tinta o de electrones.

No obstante, no lo comente en el trabajo, ni tampoco con la familia o con los amigos, porque —permítame que le levante los pies del suelo con otra confidencia aún más inquietante— en este preciso y asíncrono instante, con alevosía y posible nocturnidad, entre usted y yo estamos asesinando una noche o una novela, seduciendo a alguien o dejándonos seducir.

La poesía

La poesía es inútil, sólo sirve
para cortarle la cabeza a un rey
o para seducir a una muchacha.

Quizás sirve también,
si es que el agua es la muerte,
para rayar el agua con un sueño.
Y si el tiempo le otorga su única materia,
posiblemente sirva de navaja,
porque es mejor un corte limpio
cuando abrimos la piel de la memoria.
Con un cristal partido,
el deseo
hace heridas más sucias.

La poesía eres tú,
un corte limpio,
una raya en el agua
?si es que el agua es razón de la existencia —,

la mujer que se deja seducir
para cortarle la cabeza a un rey.

(Luís García Montero, Completamente viernes, 1998)