Algunos días duran veinte minutos y tienen ojeras y el gesto breve de la impaciencia en los atascos y folios en las manos y las piernas encogidas.

Algunos días hay que respirar el aire que otros nos dejan al paso y seguir los pasos que otros dejan en el aire mientras los relojes pasean despacio por los vericuetos de las pesadillas y llega la noche que no acaba con el cansancio.

Algunos días duran veinte minutos que se estiran hasta treinta y después alcanzan una hora. Esos días ni siquiera salen en los telediarios. Esos días duran un gemido, tres estrépitos, dos palabras.

Sin embargo, hay horas que duran muchos días, que vuelven a ocurrir continuamente, que las llevamos puestas por debajo de la camisa y en el filo de los ojos y en la punta de los dedos.

Hay horas que duran muchos días y te entornan los ojos si te descuidas y no se puede reprimir la sonrisa y se anda a cuatro patas por los bordes del calendario en donde la memoria desnuda patina. Hay horas que duran días y deshacen la resistencia de la memoria.

Hay horas que me duran tanto —pero tan poco— que no me caben en un poema. Y es una pena no tener a mano más palabras que éstas para seguir con los dedos contenidos mientras espero que me suceda contigo otra hora de esas.