Primer silencio:

«Me hubiera gustado seguir bebiendo. Haber seguido hasta beberme toda la noche», le dijo, «porque sé que, cuando salgas por esa puerta… lo sabes, ¿no?». Él asintió con la vista perdida en un recuerdo y extendió su silencio hacia el frente mientras ella continuaba diciendo «Sabes que no iré a buscarte, ¿lo sabes, verdad?».

El silencio es un emblema, una marca de final o de principio. El silencio es una coraza para los afligidos y una funda de nácar para las pistolas.

Él despegó los labios en una mueca sin sonido, musitó un par de alientos y asintió con la cabeza pero sin mover el corazón. «Hubiera seguido bebiendo», continuó ella, «porque me da pánico»… Hizo una breve pausa anticipando el porvenir, probándose el traje de las horas oscuras, para seguir diciendo… «que llegue mañana y me despierte sabiendo que no volveré a verte más».

Algo más tarde y a medias, porque nunca está todo dicho, los dos silencios se tornaron ascensor.

Segundo silencio:

Cuando cogió el teléfono y ella le fabricó con su voz una adivinanza de sonrisa diciendo que estaban «mu perdíos», él pensó que el silencio es un collar de perlas huecas.

Un collar que sólo pesa en el cuello y que aprieta la garganta, un adorno que afea, una ligadura que se enreda en las manos y que se engancha a tirones en todas las espinas del pasado.

Y no sólo lo pensó, sino que sintió ese collar alborotarse contra el suelo, romperse en un estrépito de palabras que ruedan imparables y a la deriva con tal de no desvelar nunca el círculo del que nacieron.

Porque detrás del silencio hay palabras que se acumulan, se engarzan sucesivas, se entrelazan unas con otras con un mismo hilo que se enrosca sobre el pensamiento. Palabras que se aprietan y se apelotonan en ese sitio en el que siempre se encuentra todo aquello que está a punto de perderse.

Palabras que luego salen despedidas sin orden aparente, sin otra huida que la de no volver a enhebrarse nunca, sin otro amparo que el de dejar respirar. Pero no siempre sucede la ley de la gravedad consabida y, aun después de haberse desparramado por el suelo, el silencio vuelve a hacerse collar.

Tercer silencio:

Llega a borbotones desde la lontananza. La verbena, cuando nace, es una jauría de perros que sube por las calles del pueblo picando como un enjambre de abejas.

En lo alto de la cuesta se amansa y las notas de la canción del verano son moscas que pululan en el aire. Los coches, al atravesar la noche, las entrecortan; y el viento, apoyándose en la montaña, las dobla con un eco raro, como si llegasen de un pasado que no ha ocurrido nunca.

Al final entran por la ventana ordenadas y tenues, como una fila de mariposas. El silencio es, entonces, un hombre que mira al techo, un velo que se desvela haciéndose más opaco. El silencio es una espada en la memoria que no consigue tener filo y golpea insistentemente en lugar de cortar.

El silencio es un humo que no se dispersa y sólo deja ver lo más cercano. El hombre, que se agita de letras en la cama, se levanta y deambula por la casa, hace sombra bajo la parte de la luna que le corresponde del patio y consigue escaparse de su propia jaula de teclas tarareando el estribillo de las mariposas.

Y una vez afuera de sí mismo, el hombre se escancia sobre el duermevela; y se agarra, para saberse resto de un naufragio, a ese ruido de fondo que, sinceramente, agradece. Aunque mañana se levantará con la misma duda de ayer y con unos ojos completamente pa-panamericanos.