Ella, en esta ocasión, en lugar de quedarse de pie al lado de la cabecera como hacía todas las tardes un par de veces o tres, se sentó en el borde de la cama y con un tono dulce que denotaba su origen sureño, me curó con palabras después de usar el Betadine:
—Anímese, hombre. Todo está saliendo muy bien y mejor que tiene que salir. Se recupera deprisa y pronto estará de vuelta en su vida. ¡Alegre esa cara, corazón!
Me sentó infinitamente bien aquel mensaje. Por lo esperanzador de las palabras, por lo cariñoso del tono, por el uso conjunto del «usted» y el «corazón», porque me guiñó un ojo mientras me hablaba, porque sólo hacía cuatro días que no nos conocíamos de nada, porque nadie la obligó… Y porque, después de terminar su frase, mientras esperaba de mí quizás una respuesta esperanzada, me acarició la rodilla con una mano suave y cálida.
Pero yo no respondí nada. Ni siquiera me atreví a preguntarle su nombre…
Los ojos más dulces de la tierra
Desengañémonos:
aquellos que más nos quieren
no nos convienen nunca.
Acaban siempre
por tener que tomar alguna
decisión muy grave; nos dejan.
Cuando unos días más tarde
nos caemos en medio de la calle,
de dolor, de debilidad, de desamparo,
alguien a quien ni siquiera conocemos
es quien nos ayuda, y al despertar
en cualquier camilla de hospital descubrimos
en la enfermera de turno que nos cuida
los ojos más dulces de la tierra.(Ángeles Carbajal, La sombra de otros días)
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