Lo decías, quizás no de mí, pero lo decías. Pedías la existencia de un agujerito, un mirador por el que saber lo que va rondando en las cabezas, en algunas cabezas.

Nunca te subestimo, pero aun así siempre me sorprendes. Cada vez que escribo y aparto la vista de la pantalla para revisar notas o ajustar las rimas, noto como una sombra que se mueve por entre los renglones.

Entonces, aunque todo está aparentemente en su sitio, las letras bailan, las palabras se bifurcan en suaves significados, los pensamientos se entrelazan con metáforas que aparecen de improviso.

Los párrafos, dichosos párrafos obtusos, se estremecen ocultando esa sonrisa interior de quien ve venir alguna travesura. Y el texto, así, en general, se ondula gelatinoso alrededor de la idea primitiva que, efectivamente, demuestra no servir más que de ancla.

Y eso que procuro no hablar de nadie sino de todos, que intento describirme a través de las pequeñas cosas indescriptibles que suceden en cualquier parte de la ciudad. Esas pequeñas cosas que no siempre significan lo que parecen, ni siempre parecen significar algo.

Si existiera ese mirador que dices, si es que no lo has encontrado ya y me lo ocultas para que ande tranquilo, si miraras por él en este instante, que es un instante como cualquier otro, me verías solitario, pero no solo. Me verías contento, pero no del todo. Me verías pequeño, como soy, pero estirándome hacia arriba.

Si miraras por él, si es que no has mirado esta tarde —qué curiosidad tengo de saber cómo demonios lo consigues, tan cerca, tan lejos—, si miraras hasta el fondo de mi abismo con la atención que siempre pones en aquello que me ronda la cabeza, no te subestimes nunca, te verías en él.

Desde el otro mirador, desde ese por el que se sabe lo que siente mi corazón ambiguo y deshilachado, desde ese por el que me muestro camuflado entre líneas discontinuas y sonámbulas, quizás verías el mar.

Siempre me sorprendes, aunque nunca te subestimo. Fíjate que ahora, si existiera ese agujero por el que puedes mirarme, no me extrañaría nada que lo hubieses excavado tú, solamente con dos dedos.

Frío como el infierno

Roma, 1995Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.
Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
lo mismo
que un oso en una jaula;
marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.
Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
pienso en Pasolini;
coges una naranja con mi mano.
Y esto es Roma.
La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.
Y tú no estás.
Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
leo a Ungaretti,
pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.
Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.
Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
de repente
alargas una mano,
buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida…
Mientras,
yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.
Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.

(Benjamín Prado, Todos nosotros, 1998)