No se sabe por qué. Le gustaba tejer, encontraba una cierta ironía en aquel entresijo de hilos, buscaba paz en la armonía de los colores que iban pareciendo formas primero y conceptos después. Le ocupaba las manos y el tiempo, pero le dejaba libre la cabeza. Así que, por eso no fue.
Pero no se sabe por qué. Tal vez perdiera la fe, pero no la cabeza. Se dedicaba a destejer el tiempo a toda prisa mientras la noche se le encendía en los sueños, para que al día siguiente el mandala comenzara de nuevo. Imaginaba entonces tormentas —o quizás es que las oía a lo lejos— que le traían regresos. No, definitivamente, por eso no fue.
No se sabe por qué, no era por el asiento, ni por la comida, ni por los asuntos livianos de los que están hechos los días. Quizás, tal vez, era la memoria de las noches solitarias lo que más le dolía, el enfado permanente con la ausencia. Pero el ruido de fondo, que no le tapaba los latidos imparables de la distancia, al menos, le impedía llorar soledades y le hacía reír como antídoto contra la monotonía. No creo que fuera por nada de eso.
No se sabe por qué. Pero el caso es que, una noche, Penélope no se levantó a destejer y, a la mañana siguiente, al ver el salón repleto de extraños y el extraño efecto de una vida siempre a medio tejer, decidió darla por concluida y empezar otra vez en otra parte.
Y no se sabe por qué, siglos más tarde, Penélope dejó de esperar lo que le traían los trenes y comenzó a pensar a qué dóndes y a qué cuándos podían llevarla.
No se sabe bien por qué. Por eso he seguido sus pasos y lo estoy investigando todo desde el andén.
Presencia del otoño
Debí decir te amo.
Pero estaba el otoño haciendo señas,
clavándome sus puertas en el alma.
Amada, tú, recíbelo.
Vete por él, transporta tu dulzura
por su dulzura madre.
Vete por él, por él, otoño duro,
otoño suave en quien reclino mi aire.
Vete por él, amada.
No soy yo el que te ama este minuto.
Es él en mí, su invento.
Un lento asesinato de ternura.(Juan Gelman, El juego en el que andamos, 1956—58)
Espejo
Hay una noche,
un tiempo hueco, sin testigos,
una noche de uñas y silencio,
páramo sin orillas,
isla de yelo entre los días;
una noche sin nadie
sino su soledad multiplicada.
Se regresa de unos labios
nocturnos, fluviales,
lentas orillas de coral y savia,
de un deseo, erguido
como la flor bajo la lluvia, insomne
collar de fuego al cuello de la noche,
o se regresa de uno mismo a uno mismo,
y entre espejos impávidos un rostro
me repite a mi rostro, un rostro
que enmascara a mi rostro.
Frente a los juegos fatuos del espejo
mi ser es pira y es ceniza,
respira y es ceniza,
y ardo y me quemo y resplandezco y miento
un yo que empuña, muerto,
una daga de humo que le finge
la evidencia de sangre de la herida,
y un yo, mi yo penúltimo,
que sólo pide olvido, sombra, nada,
final mentira que lo enciende y quema.
De una máscara a otra
hay siempre un yo penúltimo que pide.
Y me hundo en mí mismo y no me toco.(Octavio Paz, Calamidades y milagros, 1937—48)
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