Me pregunto, señoría, quienes son los legítimos y qué los legitima. Si una orden, una ley, un edicto o un contrato. O un dios o alguna propiedad intrínseca de su ser. O si somos los demás quienes le otorgamos la legitimidad.

Si son ellos los que están en su derecho de equivocarse, y si no lo estamos todos. O si son los verdaderos, los únicos, los genuinos, los que acaparan todos los derechos y son aquellos a quienes hay que rendir cuentas y conciencia.

Señoría, uno siempre está en su legítimo derecho de interpretar la vida como le parece y ver a pie juntillas lo que cree con sus propios ojos. Y después, argumentarlo insistentemente en legítima defensa. Al fin y al cabo, cada uno tiene que ser el bueno en su propia película.

Señoras y señores del jurado, es legítimo afirmar que «cada uno es como es» y que «yo creía». Esa legitimidad siempre nos salva y hay que aferrarse a ella para no desmerecerse. Y si ahora no se es como se era entonces, y si ahora no se cree lo que se creía, es legítimo pasar página y empezar a escribir en otra nueva.

Quizás la legitimidad consiste en llegar el primero, en constatar que antes no estuvo escrito por alguna mano lo mismo que ahora ando yo pensando. Hacer efervescer en los productos ese algo auténtico que nadie sabe bien lo que es, fabricando a todo el mundo a imagen y semejanza de cómo uno mismo ha sido fabricado.

Señoría, convengamos que hay que estar legitimado hasta para acertar, porque si se atina sin ser quien para tal efecto, alguien se apropia legítimamente de los efectos y los hace tan suyos que parece que no puedan ser de otro.

Y por dulce que te lo pongan el pastel, no hay más remedio que tragar y digerir, porque la legitimidad es lo primero. Y limpiarse el polvillo después, no nos vaya a hacer estornudar.

Señoras y señores del jurado, les presento la prueba A. Es la caja que le regalaron al acusado. Lo pone con grandes letras rojas: «Los legítimos. Hojaldres de Guarromán».

La verdad es que están muy buenos, señoría.

Aspiración legítima a un engaño menor

Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
convertido al engaño como quien se convierte
a un nuevo credo con el furor de una fe inédita
que acostumbra a alumbrar con nueva luz al converso.
Aspiro a ser el menos engañado haciendo uso
de mi romanticismo en las constantes vitales
que definen mi ser al objeto de entregar
lo mejor de mí mismo como ebrio don al mundo.
Aspiro a ser el menos engañado en la vida
como en el amor tras grabarme en la piel su huella
indeleble con el hierro candente que sirve
a los desbravadores para marcar sus reses.
Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
que en subterráneos templos escucha la moral
del rebaño predicada a modo de evangelio
negro para arrebatarme mi libertad única.
Aspiro a ser el menos engañado en un mundo
del que sólo me evado en el poema teniendo
los pies en el suelo pero sirviendo al amor
con la miel en el corazón antes que en los labios.

(Miguel Ángel Longás, La miel de lo visible, 2011)