Arriba. A la hora exacta, todo en orden. Volvemos a lo de siempre.

Cada costumbre vuelve a repetirse con puntualidad, los mismos actos cotidianos de un día laborable —al estilo Kundera—, que se nos aparece insoportable sobre el horizonte de otro día que es como todos los otros días.

Y entonces uno sueña o recuerda, entre suspiros de desazón, una excursión a París bien acompañado, una mañana de haraganería y solaz o el sudor amable que se destila al arreglar el jardín propio mientras le está reventando la primavera por los bordes.

Pero vivimos tiempos en que los lunes parecen un lujo que no está al alcance de todos. Volver a compartir espacio con unos cuantos bien avenidos en el trabajo, incluso con los otros que no se nos avienen tan bien, relatar las vacaciones embellecidas y aumentadas, hacer cuentas de la lechera para el próximo paréntesis.

Es verdad que también vuelve la ley de los semáforos encabritados, el tumulto de un autobús atestado de gente somnolienta y la prisa por todo lo que tengo hoy que hacer y lo cansado que estoy. También vuelven los jefes, generalmente, a servir de obstáculo habitual, y vuelve el de los chistes tan malos como verdes. Y vuelve la grúa municipal con ese apetito voraz que solo se desahoga con nuestro coche, y no con el de enfrente, que ese sí que estaba molestando, ¡coño!

Pero yo agradezco los lunes. Un poco por el lujo que contienen, un poco por esos quienes los habitan y los hacen habitables, un poco por mí y por la levedad de mi vida. Agradezco los lunes por todo eso.

Pero gustarme, lo que se dice gustarme, sólo hay una cosa del lunes que me gusta. Y es un lujo, aunque sólo me dure un instante.

Lunes

Pero después de todo, no sabemos
si las cosas no son mejor así,
escasas a propósito….Quizá,
quizá tienen razón los días laborables.

Tú y yo en este lugar, en esta zona
de luz apenas, entre la oficina
y la noche que viene, no sabemos.
O quizá, simplemente, estamos fatigados.

(Jaime Gil de Biedma)

Aunque sea un instante

Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.
Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.
Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.
Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
—invocando un pasado que jamás existió para
creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse

(Jaime Gil de Biedma)