La besó. Cerró los ojos y la besó. La beso cien veces pequeñas, cien veces grandes, cien veces contando hasta doce y luego doce veces contando hasta cien.
La abrazó cien veces por cada lado y el mundo se apagó cien veces. Entonces sintió en cien hombros su cabeza y cómo su cien veces calor iba derritiendo el vacío que le congelaba por dentro. Sus brazos rodearon cien veces su cuerpo, cien veces sus brazos y un sólo cuerpo que abrazar tan desde dentro que cien veces se le olvido respirar.
La acarició con un dedo lentamente, trepó por su vientre hasta la suavidad de sus senos y quiso quedarse en ellos cien veces. Cien veces recorrió con los labios el perfil de su cuello cien veces suave, cien veces tierno. Con su cien veces lengua quiso quedarse en la humedad de la huella que fue dejando al descubierto en su piel.
Quiso meterse en ella cien veces por su oreja, cien veces por sus labios, cien veces por su pelo. Cien veces quiso moldear sus piernas, cien veces quiso no dejar de tocar el cielo. Ella decía o reía besos, suspiraba o entornaba caricias, pulsaba o retenía el tiempo.
Entonces él la beso. La besó cien veces, sabiendo que eran las últimas cien lenguas de este año cien veces difícil y cien veces año. Pero aunque se escanció en cien besos grandes y en cien besos minúsculos, ninguno de ellos fue el último, ni le agotó la sed.
Aún le quedan cien labios que abrir y cien ojos que cerrar en el próximo beso que reconocerás.
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