La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

1. Hospital (Página 5 de 7)

Gourmet

Me gustan mucho los sueños, de cualquier manera preparados. Me gustan los sueños al horno de una noche de insomnio, los cocidos en su jugo con un toque de sudor del deseo o, incluso crudos, tal y como me salen de la cabeza después de una tarde de risa y sol.

Pero reconozco que, sobre todo, me gustan fritos en aceite de vueltas al coco, rebozados en témpura de nubes del corazón y, después, someramente puestos sobre algún verso para que les empape la grasa sobrante y tomen la consistencia de la realidad.

Sin embargo, si bien siempre sostuve que esa era la mejor manera de cocinar un sueño, hace mucho tiempo que no tengo tiempo, y no tengo más remedio que tomármelos de un día para otro, fríos como croquetas de venganza contra los trocitos de porvenir que no quieren ir viniendo.

Pero sigo siendo devoto de este arte antiguo de creer que los sueños se mastican y, siempre que puedo, siempre que las cosas tristes me dejan un ratito, me meto en la cocina y me pongo a preparar la receta del sueño siguiente, ese que, un día cualquiera, por sorpresa y por azar, me parecerá adivinar en la huella que un dedo me deje al pasear lentamente por mi espalda.

Signos en el polvo

Como el dedo que pasa
sobre la superficie polvorienta
del mueble abandonado y deja un surco
brillante que acentúa la tristeza
de lo que ya está al margen de la vida,
de lo que sigue vivo y ya no puede
participar de nuevo, ni aun con esa
pasiva y tan sencilla
manera de estar limpio allí, dispuesto
a servir para algo; como el dedo
que traza un vago signo, ajeno a todo
significado, sólo
llevado por la inercia del impulso
gratuito y que deja
constancia así en el polvo de un inútil
acto de voluntad, así, con esa
dejadez, inconsciencia casi, siento
que alguien me pasa por la vida, alguien
que, mientras piensa en otra cosa, traza
conmigo un surco, se entretiene
en dibujar un signo incomprensible
que el tiempo borrará calladamente,
que recuperará de nuevo el polvo
aún antes de que pueda interpretarse
su cifrado sentido, si es que tuvo
sentido, si es que tuvo
razón de ser tan pasajera huella.

(Rafael Guillén, Límites, 1970)

Otoño

El otoño es un cansancio de árboles adormecidos, un hueco parduzco por donde se cuela ese viento hecho de voces malheridas que vagan sin rumbo y vienen de otras primaveras de la memoria.

Ese viento se cuela en las palabras que me dices, las hace tintinear en los oídos y, después de agarrarse a un tácito pacto de consuelo, caen a la tierra como sin vida, planeando en un vuelo estéril contra la gravedad.

Se mete el otoño en los pensamientos, agarrota las caricias y desabriga los cuerpos de aquella luz que tenían cuando la pregunta del deseo no tenía respuesta conocida. Entre nosotros se ha interpuesto un otoño de horarios imposibles, de silencios inhóspitos y temibles miradas ausentes. Se nos está atravesando el otoño de los destiempos, ese en el que nos vemos cada vez más lejos, cada vez más quietos, más deshojados.

Llega el viento como enemigo. Un viento que ha perdido el brillo de la esperanza, un viento que hace que las palabras pasen de puntillas y que se cuela en los besos que sólo saben a alivio. Un viento que no obtiene más respuesta que borrar las interrogaciones del deseo y rellenar los abrazos perdidos con el alma de una duda.

Oración pagana

Sopla recio a mi espalda,
viento oscuro y tenaz del desarraigo,
confúndeme los pasos y sitúa mi norte
donde no halle el amparo de esta mansa morada.
Quiero arder en la noche como un fuego sin dueño
mientras la noche dure,
y que el santo egoísmo
de quien busca el placer y renuncia al soborno
con que compra el resguardo voluntades
me atraviese de espinas por pretender la rosa.
Yo le entrego al diablo cuanto tengo por mío,
y que él lo malvenda,
y sólo pido a cambio caminar a su lado.
De la paz pusilánime que en el orden anida
no mendigo limosna: que el desconcierto traiga
su cizaña a la casa que mis manos levanten.
Porque sólo en el roto corazón de lo turbio
he encontrado la luz verdadera del fuego,
que las sombras me lleven,
y yo lleve conmigo, cuando sea la hora,
la clara vecindad de la tiniebla ardida
de mi noche a la noche.

(Vicente Gallego, Santa deriva, 2002)

Anecdotario

Porque el azar también tiene fisiología, nada sabemos de la gota que entra, que se enreda en la lengua y recorre el cuerpo como viajera atónita de los vericuetos interiores de la vida. Puede quedarse en la sangre, en la linfa, formar parte del esqueleto o de una célula.

O salir convertida en otra, sudor que resbala por la espalda, vaho que se exhala en un día gris o que se estornuda cerrando los ojos en el escalofrío. Nada sabemos si acabará en lágrima de dolor o de mosquito, si se quedará en la saliva que transporte una risa, el suspiro de un nombre o si enjugará los labios secos de una mentira, si será semen que salta a otro cuerpo o que cae al vacío.

Nada sabemos de la gota. Puede que complete el viaje eléctrico de un pensamiento, que hidrate el sueño de una neurona, que se haga piedra en un riñón o que ayude a digerir el vacío del estómago.

Quizá provino de la lluvia o de la espuma de una cerveza, de otra saliva, rebotada de otro cuerpo. Tal vez la respiramos en una palabra que alguien nos dijo, la absorbimos sobre un sexo complacido o nos la untamos en un abrazo. Pudo ser una lágrima que aplastamos con los labios que, tal vez, nosotros mismos hicimos brotar.

Para cuando sepamos su significado, ya se nos habrá perdido en la fisiología del azar y no sabremos qué huella dejará en nuestra vida delatando la profundidad de su paso. Cada gota nos recorre como una anécdota y nosotros, al final, eso somos, nada menos que un anecdotario.

Una historia vulgar

Qué extraño es de repente todo esto
cuando te pasa a ti: que se arruine la carne,
que el entusiasmo falle, esos dos baluartes
que jamás se rindieron, ni siquiera
cuando todo tembló en algún momento.
La realidad te alcanza, y el mundo te parece
un chicle masticado que molesta
retener en la boca sin sabor. Vas llegando
donde jamás pensaste que llegaras,
porque no piensa el joven seriamente
?y ése ha sido el regalo más grande de la vida?
que su destino sea el deterioro.
Es vulgar esta historia como aquellas
que leías distante en los versos ajenos:
otro hombre comprende que ha gastado
para siempre la parte más hermosa
y también la más breve de su tiempo.
Es vulgar esta historia,
y al mundo no le importa.
Lo que tiene de nuevo es que por fin
ese hombre eres tú.

(Vicente Gallego)

Avería

Algo le pasaba al coche, estaba seguro. Arrancaba con normalidad, es cierto, pero algo no iba bien. Sucede muchas veces que hay una extrañeza que se percibe en lo conocido que resulta difícil de explicar a los demás.

Se concentró en los sonidos. A ratos le parecía oír un murmullo raro que tenía visos de provenir del motor. Entonces paraba el coche en el arcén, se bajaba, abría el capó y miraba el mecanismo atentamente, como si supiera de mecánica. Pero las averías suelen jugar al escondite.

Otras veces, el mismo murmullo intermitente, se escuchaba cíclicamente durante la marcha, como si las ruedas, cansadas de girar más que el mundo, se quejasen amargamente de la crueldad de su destino de transportar a otros sin poder escapar de su eje. Él se asustaba un poco entonces y aparcaba enseguida, como para darles descanso, para no escuchar la posibilidad de un contratiempo.

El coche, a pesar de todo, respondía bien. Le llevaba a todas partes y de todas partes le traía, incansable, autómata. Quizás ese era el ruido que más le extrañaba, el de una mecánica de engranajes que chirriaba desesperanza. Así que, al cabo de algún tiempo de observación y preguntas a pasajeros y viandantes que el azar le ponía dentro y fuera del vehículo, decidió llevarlo al taller.

Pero los mecánicos no entienden el alma de los coches y nunca escuchan ese runrún de goznes que se rozan hasta hacerse daño y dejar marcas metálicas en el envés de la materia. Y si lo escuchan, prueban y fallan, desarman y fallan, se equivocan y desprecian el desgaste progresivo del nudo en el carburador, el dolor de las baterías cansadas de tanto tráfico impasible, el gemido obediente de los volantes que ya no saben a donde conducirse.

Nada solucionan. Cambian piezas, extienden facturas y te dan inútiles consejos basados en kilometrajes que recorrieron otros. Y el coche sigue haciendo lo mismo que hacía antes, aunque más escondido, como avergonzado de no ser perfecto, con el síndrome del esclavo que rechaza la libertad para no perjudicar al amo.

Pero el coche sigue raro, se le nota en las luces, siempre bajas, que parpadean un instante cuando me lo cruzo, en que la risa del radiador ya no le sale de los pulmones o en el rasconazo que da el silencio al meter la marcha de irse.

No sé, porque no tengo ni idea de mecánica, pero el coche no está bien. A veces pienso que soy yo la causa, que no sé llevarlo y que lo conduzco hacia dónde no quiere ir por un camino que le hace daño.

45902

Es ahora la vida
esta extraña y frecuente sensación
de sopor y distancia,
y es también una luz que vela el mundo:
salir del caserón tras la comida,
recorrer bajo el sol la carretera
con los ojos ardientes de un verano
y sentarme en la roca frente al mar.
Abandonarme entonces
al sonido sin pausa de la tierra
mientras me vence el sueño algún instante
y me moja las sienes con su agua bendita.
Descubrir con asombro renovado
al pescador que vuelve cada tarde,
como vuelven las olas,
como vendrá la brisa con la noche.
Y esperar otra vez sobre la roca,
abrumado en el centro de la vida,
a que la sombra inunde
lentamente mi sombra.

(Vicente Gallego, La luz, de otra manera, 1988)

Edad

Dicen quienes me conocen que aparento más edad de la que tengo. Imagino que las canas, la barba sin afeitar y este aire de despiste que me da el humor absurdo con que contesto, no me favorecen mucho. Podría decir que me da igual parecer más viejo, pero no es completamente cierto, porque no todos los ojos me importan lo mismo.

Dicen, quienes no me conocen, que la edad está en los ojos y yo estoy casi de acuerdo, porque lo digo pensando en la curiosidad que se encierra en la mirada, aunque ellos se fijan más bien en las arrugas que hay alrededor. Otros opinan que son las manos o el cuello las partes del cuerpo que delatan el lento o rapidísimo paso de los años.

Cuando me mira el del espejo, ese nunca me habla de la edad que represento, será que no entiende de tragicomedias. Pero me recuerda, especialmente en las mañanas de invierno, cuando la luz no sirve nada más que para encandilarme los ojos recién arrancados de un sueño que siempre se vuelve secreto, que no he vivido tanto como quisiera, que aún me queda hueco en el que colocar arrugas, manchas y palabras de las que dejan marca.

Por eso será que me suceden cosas extrañas. Como que, algunas veces —no sé qué imaginación recurrente o que memoria remota me engaña—, cuando entro en un ascensor, de repente, vuelvo a tener quince años, puede que sólo durante un instante, lo que tarda un beso en regalarse y huir borrando las huellas.

Y cuando salgo del ascensor y me enfrento a la cruda realidad de las matemáticas y las tareas de la cocina, no puedo evitar estar de acuerdo con quienes me conocen y acabo por confesarme que en marzo aparentaré más del triple de la edad que tengo.

Ya me lo dijo ella en aquella tarde sin arrugas de noviembre, me lanzó un sortilegio de despedida como si lanzara un cuchillo envenenado: «¡No madurarás nunca!».

Se ve que le hice caso.

Adolescente fui…

Adolescente fui en días idénticos a nubes,
cosa grácil, visible por penumbra y reflejo,
y extraño es, si ese recuerdo busco,
que tanto, tanto duela sobre el cuerpo de hoy. Perder placer es triste
como la dulce lámpara sobre el lento nocturno;
aquél fui, aquél fui, aquél he sido;
era la ignorancia mi sombra. Ni gozo ni pena; fui niño
prisionero entre muros cambiantes;
historias como cuerpos, cristales como cielos,
sueño luego, un sueño más alto que la vida. Cuando la muerte quiera
una verdad quitar de entre mis manos,
las hallará vacías, como en la adolescencia
ardientes de deseo, tendidas hacia el aire.

(Luis Cernuda, Donde habite el olvido, 1932—33)

Mientras tanto

Quizá las cosas
tengan que ser así de escasas,
quizá la felicidad
sólo pueda ser disfrutada
con cuentagotas,
quizá sea necesario no tenerse
para que el amor arda,
quizá no haya veneno que mate
más despacio que la rutina.

Y el tiempo mientras tanto,
eso es la vida.

Quizá las cosas se rebelen,
la felicidad se me atragante,
el amor se convierta en ceniza
y el veneno me deje indemne,
pero el tiempo mientras tanto,
eso es la vida

Suele suceder de noche

Suele suceder de noche, con todo a oscuras, apagado el pensamiento, cuando el silencio ayuda y una leve claridad que no sabes de donde viene se cuela por entre alguna rendija.

Ves sombras, mentiras que se mueven y cambian de forma al paso de los coches por la calle, al ritmo del corazón de la mesilla que te resuena en la cabeza como un martillo. Quieres dar la luz pero no puedes, notas un frío extraño que se aloja en el estómago y notas el peso de la noche en la garganta.

Entonces sacas el niño que llevas dentro para que te esconda cerrando los ojos, metiendo la cabeza del avestruz bajo la almohada y te aferras al dolor de cabeza que te trajo a la cama, al disparo de la tensión, al ahogo de una rabia que te inunda o a la ginebra que tomaste en el garito.

Con los ojos cerrados, no sé si el miedo o la angustia o la furia o la tristeza o el desamparo o las sombras o el cansancio de los días o las gotas o las ganas de llorar, te vencen. Pero el caso es que te vencen, uno o todos te vencen, siempre eres tú el que pierde.

Y al abrirlos, al instante siguiente, un instante que la derrota ha encogido hasta hacerlo desaparecer como otra sombra, la luz entra por la ventana y todo se inunda de realidad, todo se aclara confusamente, mientras apenas recuerdas, asombrado, que fuiste tan tonto como la angustia que te asfixiaba, tan iluso como el miedo que te invadió.

Y, para que no se entere nadie, ni siquiera tú mismo, coges la pesadilla, la vida que te dejaste doblada sobre la silla, un café, el horario que cumplir y un desencanto, y te lo echas todo al estómago de un solo sorbo, como haces cada día, y te lo tragas sin rechistar.

Te gustaría poder echártelo a las espaldas, pero ahí ya llevas la mochila, el lunar que nunca te ha tocado nadie y el juicio sumarísimo de los demás.

Suele suceder de noche, que al día siguiente huyes sin mirar atrás.

Juntos soñamos, juntos despertamos…

Hay libros que no se leen con los ojos, libros de los que nadie sale indemne.

Hay libros que tapan el sol aunque no sea de día, libros que nublan las memorias y atormentan.

Hay libros que te cuentan la vida en un catálogo de putadas asimétricas, en un listado de remordimientos, en un inventario de rencores.

Hay libros que son un muestrario de gente que no sabe decir lo que quiere, que se mueren de amor sin poder amar ni morirse.

Hay libros llenos de gente que se entrega a un desamor con locura, que recuentan espinas para lamentarse, que se aniquilan unos a otros en incómodos plazos.

Hay libros malheridos, llenos de espejos en donde verte las cicatrices.

Hay libros con vidas que no salen del silencio, en donde todos se sienten un poco muertos.

Hay libros que registran el dolor a cámara lenta, que entumecen la alegría y que lloran solos.

Hay libros tan reales como la vida misma, tan falsos como la vida misma, tan absurdos como la vida misma, tan certeros como la vida misma, tan libros como la vida misma. Hay libros que duelen.

Hay vidas que son como libros y hay libros que sería mejor no leer cuando llueve.

Odio las columnas

Serían las ganas de salir de debajo de la tierra, el estrés de ir con el tiempo justo, la despreocupación de haber hecho lo más difícil o la inquietud de una tarde de frío en la vejiga.

Sería el odio ancestral de las columnas, la luz mortecina de los subterráneos o el espanto de que el regalo inútil que buscaba costaba sesenta euros.

El caso es que antes de entrar por la puerta contraria, repase mentalmente la maniobra que tenía que hacer; y era sencilla, lo difícil había sido meter el vehículo en donde lo metí.

Sería que se me fue el demonio al cielo pensando que había perdido el tiempo, sería que vivo en otra vida por dentro de la cabeza, pero el caso es que aquello sonó a desastre y a rozadura.

En realidad no importa por lo que fue ni de quien es la culpa. Dos mil quinientos kilómetros después de comprarlo, he estrenado el coche en una columna anónima que, por supuesto, no quiero ni volver a ver.

Nada grave. Pintura roja y tirar de seguro. No te lo cuento para darle importancia a un hecho que no la tiene, ni para echarte la culpa por ocuparme la cabeza hasta en los desaparcamientos, sino para explicar con un ejemplo una sensación que hace mucho tiempo que tengo.

Cuando la columna se posó en la puerta, paré el coche ante ese pequeño ruido y miré por el retrovisor. Entonces comprendí la situación: la otra columna, el coche de al lado, las dimensiones del vehículo…

Entendí que, hiciera lo que hiciera, maniobrase de cualquier manera, iba a hacer algún estropicio en alguno o en todos los lados. Y es muy difícil moverse sabiendo que vas a hacer daño.

Pero salí. Con la dentera que da ir arañando la puerta al moverse, salí. Salí confiando en mi abuela, porque todo tiene apaño, menos la muerte.

Deseos para el año nuevo

Ya no le pido nada a los años que me queden por cumplir en fila de a uno, ni a los meses que me pasan por encima como suspiros atrasados.

No pido nada a esas semanas que se me escurren sin piedad por entre los dedos apretados, que sólo me dejan de tanto en tanto las manos temblando de lunes o manchadas de domingo.

Es inútil pedirle deseos a un calendario que antes de mí ya estaba decidido, que no puede dar más que lo que tiene. Tampoco le pido nada a los Reyes Magos, ni siquiera que existan.

Tan sólo le pido a los días, a las noches que aún no he vivido, que no me corten las alas del todo y que no me interrumpan tampoco los sueños en los que ande metido.

Lo que al día le pido

Lo que al día le pido ya no es
que me cumpla los sueños, que me entregue
los deseos cumplidos de otros días
porque al fin he aprendido que los sueños
son igual que las alas de un insecto
y al tocarlos el hombre se deshacen;
y es que un sueño al cumplirse es otra cosa
que no ayuda a volar.
Lo que al día le pido es ese sueño
que al rozarlo se parta en otros sueños
lo mismo que una bola de mercurio
y que brille muy lejos de mis manos.
Lo que al día le pido empieza a ser
más difícil incluso de alcanzar
que los sueños cumplidos, porque exige
la fe antigua en los sueños.
Lo que al día le pido es solamente
un poco de esperanza, esa forma modesta
de la felicidad.

(Vicente Gallego, La plata de los días, 1996)

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