La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

3. Primavera (Página 5 de 8)

Dime cómo me ves

Dime cómo me ves y dame clases de poesía con tus ojos, que tengo esta noche una sed inagotable de miradas perdidas.

En cada espejo me veo distinto y, conforme pasa el tiempo, voy dejando de ser igual pero sin llegar a ser diferente. Voy cometiendo los mismos errores una y otra vez, perpetro los mismos aciertos insípidos, pero mi firma cambia sus trazos con el movimiento incierto del papel.

Escribo como argucia para reconocerme en el vértigo, para que me mires pasar de puntillas por las cosas fugaces. Dime cómo me ves y dame clases de historia con tus labios, que tengo esta noche un olvido clavado en el corazón.

Sé que huyo hacia adelante, que mi compasión proviene de los secretos que mantengo vivos. Que la autocompasión deriva de esconderme a mí mismo los defectos que todos me ven sin siquiera mirarme.

Dime cómo me ves y dame clases de equilibrio con tu piel, que tengo esta noche una locura ardiéndome en los pliegues. Dime cómo me ves y dame clases de ternura con tus pechos, que tengo esta noche una espiral que me gira en la garganta hacia el centro.

Por eso necesito que me mires, para curarme de este modo de vivir tan desenfocado, de esta manera de sentir tan vibratoria, de este ejercicio imposible de escapismo y confinamiento.

Dímelo. Dime cómo me ves. Así sabremos los dos desde dónde me miras.

Te quiero porque…

Te quiero porque tienes las partes de la mujer
en el lugar preciso
y estás completa. No te falta ni un pétalo,
ni un olor, ni una sombra.
Colocada en tu alma,
dispuesta a ser rocío en la yerba del mundo,
leche de luna en las oscuras hojas.

Quizás me ves,
tal vez, acaso un día,
en una lámpara apagada,
en un rincón del cuarto donde duermes,
soy una mancha, un punto en la pared, alguna raya
que tus ojos, sin ti, se quedan viendo.
Quizás me reconoces
como una hora antigua
cuando a solas preguntas, te interrogas
con el cuerpo cerrado y sin respuesta.
Soy una cicatriz que ya no existe,
un beso ya lavado por el tiempo,
un amor y otro amor que ya enterraste.
Pero estás en mis manos y me tienes
y en tus manos estoy, brasa, ceniza,
para secar tus lágrimas que lloro.

¿En qué lugar, en dónde, a qué deshoras
me dirás que te amo? Esto es urgente
porque la eternidad se nos acaba.

Recoge mi cabeza. Guarda el brazo
con que amé tu cintura. No me dejes
en medio de tu sangre en esa toalla.

(Jaime Sabines, Algunos poemas de Yuria, 1967))

Panorama

Presiento una primavera rellena

con anchos campos de trigo.

Con mares que despiertan del letargo

moviéndose lentamente,

como mecidos por vientos

que han tardado en volver.

Tengo pálpitos consecutivos

que me anuncian selvas fosforescentes,

árboles recién nacidos y frescos,

sangre perturbada por la menta y por los lirios

que aún quedan pendientes de florecer.

Busco ahora con más ahínco,

con un ansia inagotable,

como si la espuma me rebasara

los filos redondos del vaso.

Como si tuviera conmigo el mapa preciso

de un ingrávido viaje

hacia las manos en que se disuelven

las materias graves

y los tiempos perdidos.

Pero, más que nada, siento

que ya no chirría ningún engranaje.

Y que me está llegando, cierto, incesante,

un abril reluciente y enorme

desde el panorama de un mar de ojos verdes

que se divisa, ya, sobre el horizonte.

Mírate en mis ojos

Mírate en mis ojos, déjame mirarme en los tuyos.

Al fin y al cabo, nadie sabe quién es hasta que los demás no se lo dicen. Porque los ojos de los demás son el espejo en el que nos conocemos, en el que nos mentimos tan bien que casi parecemos de verdad.

Todo es reflejo, espejismo, apariencia. La única verdad es el diafragma en donde la luz se queda atrapada y el corazón de las personas es la más potente retina que sabe revelar lo profundo. Lo verdaderamente importante es transparente a nuestros ojos.

Haz fotos, encuadra y observa el mundo con ellas, deja rastro, pon tu mirada en lo pequeño. Pero cuando te canses de espejos, cuando quieras verte por dentro, amor mío, mírate en mis ojos.

Y deja que me mire en los tuyos si llega ese día en el que nadie me conozca. Guárdame ese secreto en tus ojos, invéntame frágil y tierno, como yo te guardo en los míos.

Así ya no tendré miedo a que lleguen, porque tienen que llegar, los tiempos fugaces de la desmemoria y las eternidades del último olvido, cuando ya nadie me pueda mirar.

Muerte en el olvido

Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.

Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
—oscuro, torpe, malo— el que la habita…

(Ángel González, Áspero mundo)

Lista

Sin detalles: suavidad, rojo, penumbra, melodía, amor.

Después se van ensamblando los fotogramas poco a poco. Cinco palabras los traen engarzados, empaquetados para traslado. Al fin y al cabo, escribir siempre es una mudanza.

En cada mudanza algo se altera, la atmósfera se transforma en vida embellecida cuando depositamos en la nueva estancia la lista de las cosas que no se pueden olvidar: amor, suavidad, rojo, penumbra, melodía.

Quizá sea el recuerdo aquello que más se disfruta cuando, con las paredes ya limpias, volvemos a colocarlo en su sitio: melodía, amor, suavidad, rojo, penumbra.

Pero yo prefiero los detalles, los otros, los que pone la imaginación por encima de la memoria, cuando la penumbra se hace melodía, como si el amor contuviese una música suave que va tiñendo de rojo los bordes.

Quizás fuera rojo el principio de la penumbra, quizás cada melodía es un amor que avanza hacia la suavidad. Quizás no sólo cuente el conjunto, quizás la realidad siempre se nos desmenuza en palabras que el olvido congela en una lista.

Pero dentro del corazón, la vida se nos queda con todo detalle: suavidad, rojo, penumbra, melodía, amor.

Y mucho. Como tú dijiste.

Posees el gozo de su risa

Posees el gozo de su risa
pero debes saber que partirá.
Te inunda su alegría
te ilumina su rotunda carcajada
con una luz muy dulce,
pero no ignores que se irá.
Ella fluye,
ella es un líquido que detesta estancarse
ella es un pájaro que anida y emigra,
ella se irá.
Ella se irá y te dejará una marca de amor
que solamente curarás con su regreso efímero.
Entonces la verás de paso
y será como tropezar con el sol de la mañana
descubrir de nuevo su alegría,
nadar en ella
plácido
hasta un próximo encuentro inesperado.

(Darío Jaramillo Agudelo, Libros de poemas, 2001)

El animal acuático origen del mundo

La ola que siempre regresa,

la sal que corrompe la química,

la corriente que te arrastra.

La piedra que se desmorona en arena

y se transforma en monte y en playa.

Soy un animal acuático, un animal

pegado a una roca, soportando

los embates de la espuma.

El tiempo pasa despacio

cuando se nada en mares de dudas.

¡Tantas dudas y un solo mar!

¡Tantas palabras y una sola abertura!

Soy un animal acuático, un animal

pegado a una hendidura antigua,

soportando los embates húmedos

de las mentiras y la media verdad.

El tiempo pasa de prisa

cuando las olas siempre regresan

y las rocas se desmoronan

y te escuece en los ojos la sal.

Yo soy un animal acuático constante,

pensativo y visceral,

soy el origen del mundo.

Nada me da más miedo

que los granos de arena

y los vasos de agua.

El origen del mundo

A Felipe Benítez Reyes

No se trata tan sólo de una herida
que supura deseo y que sosiega
a aquellos que la lamen reverentes,
o a los estremecidos que la tocan
sin estremecimiento religioso,
como una prospección de su costumbre,
como una cotidiana tarea conyugal;
o a los que se derrumban, consumidos,
en su concavidad incandescente,
después de haber saciado el hambre de la bestia,
que exige su ración de carne cruda.

No consiste tan sólo en ese triángulo
de pincelada negra entre los muslos,
contra un fondo de tibia blancura que se ofrece.
No es tan fácil tratar de reducirlo
al único argumento que se esconde
detrás de los trabajos amorosos
y de las efusiones de la literatura.

El cuerpo no supone un artefacto
de simple ingeniería corporal;
también es la tarea del espíritu
que se despliega sabio sobre el tiempo.
El arca que contiene, memoriosa,
la alquimia milenaria de la especie.

Así que los esclavos del deseo,
aunque no lo sospechen, cuando lamen
la herida más antigua, cuando palpan
la rosa cicatriz de brillo acuático,
o cuando se disuelven dentro de su hendidura,
vuelven a pronunciar un sortilegio,
un conjuro ancestral.
Nos dirigimos
sonámbulos con rumbo hacia la noche,
viajamos otra vez a la semilla,
para observar radiantes cómo crece
la flor de carne abierta.

La pretérita flor.

Húmeda flor atávica.

El origen del mundo.

(Carlos Marzal, Metales pesados, 2001)

Mensaje cifrado

Que el cielo es vecino del infierno

puede saberlo cualquiera. Cualquiera

que sepa de la oscura medianoche

que siempre antecede a las despedidas,

cualquiera que conozca el ruido de las persianas

cuando se cierran las tiendas por vacaciones.

Por eso, algunas veces, las tormentas

pueden ahogarse en risa y el letargo de los días lentos

derretirse en haces de luz caligrafiada

con esa extraña ortografía rugosa

de los caprichos del azar.

Algunos días tristes y solitarios,

incluso en la más profunda de las derrotas,

traen escondidas travesuras cifradas

para que a los náufragos de las botellas

les sonrían de medio lado

las mejillas del porvenir.

Que el cielo y el infierno son vecinos

ya se sabe;

que cada día dan en el barrio una fiesta

a la que todos estamos invitados,

como cualquiera sabe,

a reír llorando y viceversa.

La anchura del corazón

La anchura del corazón no se mide en centímetros, sino en ausencias.

No está más alto el que menos suplica, ni mejor amueblada la cabeza que menos se ofusca, ni es más indiferente la piel que menos caricias necesita.

Tampoco se mide el amor en las horas que se tarda en responder una pregunta o una llamada perdida. Ni en el número de veces que una palabra consabida se persigue a sí misma en medio de un párrafo sentimental.

En la escena del sofá los corazones no miden su altura, sino la distancia que los separa. En las lágrimas con las que alguien dice que se va, en la música viscosa con que se escucha un adiós, sólo se mide la voluntad.

Las veces que se pronuncian los «te quiero», la aspereza de los «me da igual», el escozor de los «ya veremos», no sirven tampoco para la medir la altura de una vida que tenemos a distancia de abrazo o de desdén.

Sólo hay algunas formas de temblar que dan la dimensión exacta de un sueño, sólo algunas maneras de cerrar los ojos descubren los dobleces del pasado y consiguen estirarlos en toda su amplitud.

Medirse es inevitable, el modo de saber lo que se quiere y cómo se esperan las palabras que tanto cuesta pronunciar. Y aunque ya hace tiempo que le perdí el miedo a no estar a la altura de la vida, no quiero, de ninguna manera, vivir con un corazón más estrecho que el tuyo.

Te lo digo por si te pareciera verme temblar. Piensa que quizás no sea de frío, sino del miedo que me da que llegue el día en que mi corazón adelgace, se quede en los huesos y mi ausencia te pase desapercibida, como una sombra, como un leve recuerdo que se apaga.

Otro romanticismo

…las aguas del olvido
Garcilaso
«Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
César Vallejo

Te escribo nuevamente desde una tarde helada
de esas en que nos puede el sentimiento
y la obsesión —ese pingajo de la soledad—
te derriba, te ocupa, sienta plaza en tu cuerpo
y, lo más peligroso, te alumbra, te interroga.

Y ves que los renglones se estrechan,
las letras se amontonan
y comprendes el hueco imposible,
el espacio que nunca compartimos
y este bello recurso de contarte la vida
poblando de historia y de sueños
las hojas tibias del dolor
que tanto me recuerdan tus muslos o tu espalda.
Por ellos navegué durante tanto tiempo,
en ellos aprendí tantas cosas extrañas,
tanto golpe de mar,
que parece imposible olvidarte así, de pronto,
como quien tira la luz por la ventana,
como quien se despuebla de golpe de esperanza.

¿Quién puede responder sin ningún truco
a las preguntas viejas, enquistadas,
hechas parte de ti?

¿Quién cruzará de un salto las aguas del olvido
sin sentir cómo quema en la carne la sorpresa de un día,
las sábanas de un día, los cuerpos ofreciéndose,
las ojeras del gozo al amanecer?

¿No volverá el amor ,
aquel juego con náufragos y cofres,
a sorprendernos con su mano abierta,
a dejar en la playa de un hombro
como alga de plata que reposa
la saliva brillante del deseo?

Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!

Por eso he de decirte —aunque sea por escrito—
f que está la casa abierta para ti,
que te esperan los libros, el té, mi soledad,
las dudas de las tardes de domingo,
la pequeña verdad
que no se tiene en pie sin tus palabras.

No es posible saber cuando todo enmudece
y la vida se ha vuelto una sórdida esquina
si nos falló el presentimiento
o será que el mercado nos fue tragando
con sus comadres y su algarabía,
que no supimos vernos ni hablarnos
entre anuncios de sopas luminosas,
promesas y altavoces
pregonando los últimos saldos
de la felicidad.

Será que llevaremos inevitablemente
un lenguaje podrido que amarga el paladar
y te pone a escupir en mitad de la urgencia
cuando toda la historia apenas si consiste
en decirnos que sí, que nos amamos.

Y los golpes, tan fuertes, las aguas del olvido,
tan hondas… Yo no sé!

Hay cosas en la vida
que sólo se resuelven junto a un cuerpo que ama.

Y cartas que se escriben
cuando la prisa clava su aguijón
y te deja colgando del alero
y te da por pensar
que es posible que no nos conociéramos
aunque fuimos viviendo el mismo frío,
la misma explotación,
el mismo compromiso de seguir adelante
a pesar del dolor.

(Javier Egea, Paseo de los Tristes, 1982)

En pie

Una mentira pequeña deshecha en renglones,

como flecha

que rasga el velo insólito de las noches,

eso lo que soy, lo que he sido.

Para eso sirve la utopía, para apretarla

en las almohadas y que pueble los sueños,

para que sea raíz que se siembra en el miedo

y germine tumultos en la esperanza.

He pasado por tu vida como un tiempo que se añora,

como una sombra de la memoria

que tarda en difuminarse y que vuelve,

antes de haberse ido

del brillo que te distingue los ojos,

cada vez más lejana, más transparente,

niebla estéril sobre el paisaje

de los días rellenos

que corren sin descanso hacia ninguna parte.

Una mentira que a veces pudo tocarse,

manchar los dedos de un deseo indivisible,

que cambió la ruta de los volantes y supo

dibujar un cuerpo sobre el claroscuro de viejas tardes

que después se agotaron, indiferentes,

sobre noches tan olvidables como cualquier otra.

Sin embargo, aun siendo mentira,

una mentira que se ha vuelto enorme

de tanto deshilacharse por el uso,

sé que tengo un pétalo, una gota,

una verdad minúscula esparcida por los sueños

que sólo tus caricias consiguen

mantener en pie, cierta, viva,

imborrable.

Y luego viene un despertador que me la rompe

con gritos copiados de una misma hora,

para decirme que ya toca,

otra vez solo,

arriar el corazón y levantarse.

Casablanca

As time goes by…

Entre todos los bares de este mundo
he venido a este bar para encontrarte,
furtiva como siempre,
para rozar la piel de tus esquinas.

Y cómo me hace daño tu cansancio
—ya sabes que mañana es cada lunes—
esa vieja, tristísima, memoria
de buscarle sentido a algo que bulle
como se abre una flor,
así, de golpe.

Manías de la ausencia y tus nostalgias.
Te noto tan cansado…
Quiero dormir contigo. Busca sólo
un poco más de sueño y de tabaco.
Quiero morir contigo.
¿Por qué no me prometes un cumpleaños más?
Las arrugas ahí sí que son cosas serias
o el paso de los días,
con mis pechos que bajan a acariciar tus manos.
Y luego cuando un labio nos elude
en la piel de las ingles, ay, no muerdas,
y nos brinca por dentro…
Pero ahora llega el tren
como un viejo caballo del National
qué diestro en los obstáculos,
qué sucia su taberna,
qué mediodía oscuro al despedirte.
Te veo tan delgado
con tus causas perdidas,
tus canas en la llama de la copa,
mi amargo luchador, .
sonriendo lentamente, como si te murieras.

Como al decirme adiós.

(Ángeles Mora, La canción del olvido, 1985)

Soy una hipótesis

Por mi condición de hombre, preguntas por el canalla, temes al mentiroso, te guardas de mis silencios y te escondes en ese lado femenino al que nunca llego. Te burlas suavemente, a veces, de mi falta de destreza y, otras veces, de la fuerza que no tengo.

Y yo, sin embargo, sé que no puedo con la carga de arrastrar mis ruinas, que convierto en bengalas mis pupilas dilatadas por la fiebre, que me agazapo en tus palabras para darte el espacio convenido. Y yo, sin embargo, vivo en tu lado masculino.

Por mi condición de solitario, estiras el hilo hasta que cruje el poliuretano, te abalanzas en pastillas sobre mis noches en vela, haces tartamudear los teléfonos en los semáforos impacientes y exhibes el confort de tu paraguas de manos justo después de cada lluvia que me cae.

Y yo, sin embargo, te agarroto los pentagramas de la deriva, engarzo libélulas en tus mejillas inmaculadas y voy devanándote madejas infinitas de versos, mojados en la tesitura de voz de un alcohólico sin nombre.

Por mi condición de desparejado, te desligas de los pliegues caóticos de las sábanas de la vigilia, te vendas los ojos fosforescentes en los porteros automáticos de la tarde y me escondes los vaivenes del buzón con las ofertas de la semana.

Y yo, sin embargo, apenas llego a la entrada de los anillos, en vano me diluyo en la sopa cotidiana de la pereza y me escindo en caminatas contra el colesterol que no resuelven ni el anuncio del sudor ni la parsimonia de las pestañas.

Por mi condición de tipo con letras, me miras como a una metáfora rota por el abuso, me tocas las rimas hasta que se desafina el mensaje, me enciendes el destino con un vaso de agua. Me espantas la lujuria embotellada en pronombres y me encandilas los poemas con la luz de las pantallas.

Y yo, sin embargo, tecleo mansamente los sueños de cuarenta y siete peces de acuario, recito las vísceras de los doce candelabros que se han ido apagando poco a poco en la cena y remuevo progresivamente las trescientas sesenta y cinco tazas de soledad con leche que me ha tocado digerir en la escena del hombre tranquilo.

Y yo, que dejé de ser una incógnita para convertirme en incertidumbre, a fuerza de estar en las condiciones en las que me ves, ahora soy una hipótesis. Una intrincada hipótesis genérica que busca descansar en un teorema.

Para demostrarme la vida palmo a palmo, tanto me busco como contraejemplo en los días sin conciencia, que llego a las noches por reducción al absurdo y al espanto.

Y tú, sin embargo, no me preguntas nunca por ti, que eres las alas rotas de mi condición de pájaro. Condición de pájaro que no sabe soplarle con ausencia a tantas velas, en un solo cumpleaños.

El pozo salvaje

Por más que aburras esa melodía
monótona y brumosa de la vida diaria,
y que te amansa;
por más lobo sin dientes que te creas;
por más sabiduría y experiencia y paz de espíritu;
por más orden con que hayas decorado las paredes,
por más edad que la edad te haya dado,
por muchas otras vidas que los libros te alcancen,
y añade lo que quieras a esta lista,
hay un pozo salvaje al fondo de ti mismo,
un lugar que es tan tuyo como tu propia muerte.
Es de piedra y de noche, y de fuego y de lágrimas.
En sus aguas dudosas
reposa desde siempre lo que no está dormido,
un remoto lugar donde se fraguan
las abominaciones y los sueños,
la traición y los crímenes.
Es el pozo de lo que eres capaz
y en él duermen reptiles, y un fulgor
y una profunda espera.
En tu rostro también, y tú eres ese pozo.

Ya sé que lo sabías. Por lo tanto,
Acepta, brinda y bebe.

(Carlos Marzal, Los países nocturnos, 1996)

Lejos la lluvia

Debería haber paz en la lectura. Como en estas tardes lánguidas de lluvia, las letras van sonando gota a gota sobre los tejados inmóviles. La tinta tiene una sustancia parecida a la niebla, el ruido del agua se desgrana en mensajes con puntos, comas y acentos.

Los cristales con los que se lee, se empañan de una nostalgia conocida y el paisaje verdadero se arruga a lo lejos, se distorsiona como los sueños cuando la luz de la tarde desciende nublada desde el horizonte. Todo suena diferente, monótono, cuando el corazón se ve acorralado bajo los párrafos de un paraguas.

Leer es un modo de atravesar kilómetros y e ir saltando, como en un paseo por estas tardes lánguidas de lluvia, los charcos que separan las formas redondas que tienen los besos guardados en la piel. Viajar, sí, tal vez, viajar en el tiempo, volver, repetirse mandalas incesantemente tiernos como un aguacero que cae vertical.

Quizás allá lejos también llueva mientras lees. Gotas diferentes, tal vez llueva en otro idioma, quizás recibas el agua por entre un paisaje de barcos que esperan puerto. Sí, quizás sea otra vida la que llueva, otras risas las que escampen rompiendo otro silencio.

Pero me gustaría pensar que allá, lejos, quizás otra lluvia, tal vez otra distancia, pero el mismo texto.

Para que llegue lejos la lluvia, para que te alcance tan a lo lejos, sigo rayando tus sueños con renglones de agua.

Soneto lxx

Tal vez herido voy sin ir sangriento
por uno de los rayos de tu vida
y a media selva me detiene el agua:
la lluvia que se cae con su cielo.
Entonces toco el corazón llovido:
allí sé que tus ojos penetraron
por la región extensa de mi duelo
y un susurro de sombra surge solo:
Quién es? Quién es? Pero no tuvo nombre
la hoja o el agua oscura que palpita
a media selva, sorda, en el camino,
y así, amor mío, supe que fui herido
y nadie hablaba allí sino la sombra,
la noche errante, el beso de la lluvia.

(Pablo Neruda, Cien sonetos de amor, 1959)

Se piange, se ridi

Te diré que no supe si reír o llorar
después de todo
pero estaba feliz,
demasiado feliz, sospecho ahora.
Recuerdo que me hablaste
de que empezaba a amanecer,
el cielo parecía algodón sucio.
Lo más inolvidable será siempre
el aire fresco y dulce que crecía,
igual que una caricia, entre dos luces.
Yo estaba sola
y tú quisiste ser mi amigo:
que esto no rompa la amistad, dijimos.
Pero fue hermoso más que un sueño,
mucho más inquietante que un puente entre la bruma
y aquel coche sin duda más maravilloso
que un bosque de la Alhambra
y tu corazón más hondo y más extenso
que el manto de la aurora
cuando llorando me asomé al balcón
de tus ojos.
Por eso ahora escuece la distancia
como ella sola y el deseo —cruel—
asoma cada minuto
—con el peligro que eso entraña
para una sencilla amistad—
ahora no puedo menos que aceptar
lo que fue un verdadero error de cálculo:
esta suave tristeza insoportable
con la que no contábamos.

(Ángeles Mora, Cámara subjetiva, 1996)

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