La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

3. Primavera (Página 8 de 8)

Veneno

Se extienden tus ojos sobre mí, se enreda mi voluntad en tus manos. Gira la habitación en un tornado, revolviéndolo todo como un vendaval que me levanta los pies del suelo y que, después de bailar en él, me deja caer, por fin, en el borde de tus labios.

Te subes en mí y me estremezco. Las convulsiones propulsan, por todo mi cuerpo, el efecto imparable de una química estruendosa y violenta, que mueve los goznes del mundo para abrir la puerta de un paraíso interior.

Se acelera el pulso, se agita el corazón, se contraen los músculos al borde del espasmo. Es el final, lo presiento. Pero el paso por el túnel no duele, sino que me deja en un éxtasis huidizo y fugaz. Y la luz que me saca hacia el otro lado, siempre llega demasiado pronto.

Me descubro desnudo y horizontal sobre la cama. No hay rastro de aguijones ni de colmillos… ¿Pero por qué me revives ahora con el boca a boca? ¿No me estabas envenenando?

Ahora entiendo que, el extraño efecto que tienen tus manos sobre mí, no tiene más antídoto que volverlas a sentir. Y entiendo por fin, escuchando tus latidos, desbocados también, que el veneno que me ofreces no está en la superficie de tu piel, ni en la distancia a la que te acercas, sino en lo profundo de las huellas en las que te quedas cada vez que te vas.

Tu veneno no es una sustancia, sino una cantidad. Esa que siempre me sabe a poco.

Masacre en el dormitorio

Estábamos tranquilos,
dulces y agradecidos
con nuestras simples vísceras que nos dieron pretexto
para satisfacerlas.
Y estábamos haciéndolo
contentos.

Y he aquí que de pronto,
sin previo aviso
y sin pedir permiso, todos ellos
han venido a meterse en nuestra propia cama,
aquí,
entre nuestras sábanas,
y ponen los zapatos en la almohada
—donde pusiste el sueño—
y amenazan quebrar la cabecera que me costó serruchos y martillo.
No nos dejan estar,
nos registran los pelos de las ingles en busca del pecado,
sacan el código y el dedeté,
la indagación y los escapularios.
Yo no sé
ni me importa
si es que tienen derecho.
Me consta, nada más, que me son antipáticos,
que me molestan como las agruras
y los soporto sólo por ver si los alejo.

Son un tropel de gansos metidos en la cama,
graznan y ensucian todo con sus patas palmípedas,
amenazan con picos y miradas
y me parece que te me acobardan.

Lo único que quiero es besarte completa,
y poderme acostar sobre tu vientre
y saberte feliz de estar conmigo.

Amarte sin sofisma ni retórica.

Llenar los dos desnudos nuestra cama.
Creo que es suficiente.

No sé qué hacer con todos estos molestos pajarracos.
Miedo de que te lleven.
De que no nos permitan terminar nuestro abrazo.
Nos están estorbando.
No sé cómo espantarlos.

Creo que ahora mismo me sacaré los ojos.

(Manuel José Arce)

Nocturno

Apagaste las luces y encendiste la noche.
Cerraste las ventanas y abriste tu vestido.
Olía a flor mojada. Desde un país sin límites
me miraban tus ojos en la sombra infinita.

¿Y a qué olían tus ojos? ¿Qué perfume de oro
y de agua limpia y pura brotaba de tus párpados?
¿Que invisible temblor de cristales de fuego
agitaba la seda lunar de tus pupilas?

Recamaste la almohada con hilos de azabache.
Tejiste sobre el sueño un velo de blancura.
Eras la rosa pálida tiñéndose de rojo,
la rosa del veneno que devuelve la vida.

La blusa, el abanico, una pluma violeta,
el broche con la perla y el diamante en el pecho.
Todo abierto y en paz, transparente y oscuro,
sin dolor, navegando rumbo a tus manos frías.

(Luis Alberto de Cuenca, La caja de plata, 1985)

El lago de los cisnes

Los bailarines descendieron cuidadosamente hacia la parte inferior del escenario, diseñado a dos alturas, hasta colocarse en la posición inicial. Se diría que temían un mal paso o que traían los pies atenazados con un manojo de nervios.

Él, con un suave ademán, indicó con la mano el camino hacia el centro, dando el primer paso. Ella le siguió de puntillas, sin hacer ruido, casi como una sombra púrpura. Entonces, en una especie de juego de los de antaño, comenzaron a girar persiguiéndose alrededor del centro de gravedad de la escena. Al principio despacio, lentamente, como una deriva a merced de la corriente que iba incrementando el ritmo y la tensión poco a poco, anunciando remolino o catarata, pero condenada a no resolverse hasta el tercer acto.

Después, con un interludio de pasos breves e indecisos, tan sutil como el humo, se reúnen en un lateral. Su técnica se pone de manifiesto, el equilibrio, la expresividad en la pose de las manos, la flexibilidad de los cuerpos.

Ella, sobre sus puntas y ayudada por los brazos del bailarín, gira velozmente, levanta las manos hacia lo sublime como un cisne que preparara su vuelo con pequeños saltos mientras le asoma el cielo por las pupilas.

Él huye, entre atormentado y ansioso; ella se aleja como arrepentida y encantada, hasta que, una vez salvada la pasarela, se vuelven a reunir en la parte superior del escenario. Entonces llega el salto, el reencuentro nervioso y un tanto torpe de aves a ras de suelo.

Allí la danza se torna estática pero crece la intensidad de su trasfondo emotivo y, como si de movimientos bajo el agua se tratase, los bailarines se engarzan en un vaivén tímido de alas que buscan cobijo, un frenesí controlado de contorsiones y figuras quedas, suaves, que armoniosamente se van haciendo y deshaciendo a ritmo de silencios de blanca entrelazados.

Entonces el gran final, la rueda definitiva, el último paso. Los brazos coraza se convierten en banderas que el viento agita. Todo ya en calma en el escenario, que no en el corazón, ella baja la vista y él arruga palabras. Y salen de escena haciendo mutis por el mismo lado de dos bambalinas opuestas y blancas, mientras cae sobre ellos el TELÓN.

Es curioso. Es curioso, pero fue precisamente entonces, al final de la coreografía, cuando empezó a sonar esa música sutil que aún sigue sonando, viscosa, interminable, como un aroma que tarda una eternidad en extinguirse…

Confesión

Yo huelo a ti.
Me persigue tu olor, me persigue y me posee.
No es este olor un perfume sobrepuesto sobre ti,
no es el aroma que llevas como una prenda más:
Es tu olor más esencial, tu halo único.
Y cuando ausente mi vacío te convoca,
una ráfaga de ese aliento me llega del lugar más tierno de la noche.
Yo huelo a ti
y tu olor me impregna después de estar juntos en el lecho,
y ese fino aroma me alimenta
y ese aliento esencial me sustituye.
Yo huelo a ti.

(Darío Jaramillo Agudelo, Poemas de amor, 1986)

Guion de cámara

Disolvencia y plano detalle que se acerca con el zoom al cigarro encendido, y sigue su movimiento ascendente hasta descubrir unos labios.

Se abre lentamente el objetivo y el rostro del que espera, un tipo mediocre, con una barba de tres días que le da un aspecto envejecido y descuidado, el rostro se relaja en el dibujo del humo al que ahora sigue la cámara con un plano picado hacia arriba hasta que se disuelve en su viaje azul y amarillo.

Es un día espléndido, la cámara registra el calor en los destellos de un sol redondo y pleno sobre los cristales de los edificios. Y después de girar alrededor, en una panorámica rápida que presagia novedades en la trama, vuelve al plano corto de su rostro, que achica los ojos, como mirando lejos, y esboza una sonrisa pícara.

Plano contra plano, el coche se acerca calle arriba y el hombre relaja los ojos y suaviza la sonrisa hasta parecer adolescente. Una «steady» se asoma a la ventanilla del coche que aparca y sigue a la chica mientras coloca un quitasol en el parabrisas, cierra la puerta y cruza la calle mirando a todas partes pero con los ojos puestos en un único sitio. El plano medio siguiente, recoge el saludo frío que se profesan en mitad del mediodía de la noche americana.

Cambia el plano a vista de pájaro, para seguirlos con un travelling por la acera que los lleva a la puerta de la casa. Baja la grúa con la cámara hasta entrar en la cerradura al mismo tiempo que la llave y fundirse en negro.

Despierta la imagen dejándose mecer por el movimiento de las piernas, soplando con el aire que mueve la falda negra. Plano de conjunto cuando llegan a otra puerta que se cierra sobre el silencio de otro plano medio.

A partir de aquí, cuando entran, la secuencia se construye sobre un plano subjetivo, que se acerca al rincón en el que ella reposa la espalda. Se acerca la cámara y aparecen en plano dos manos que le acarician la cara y la acercan hasta un primerísimo plano de ojos entornados y boca entreabierta. Y, después, fundido en negro sobre sus labios.

Después de la elipsis, él aparece en una esquina de la panorámica de la ciudad que le va barriendo a distancia. Disolvencia y plano detalle que se acerca con el zoom al cigarro encendido, que deja el humo congelado en el aire, como si la historia estuviese esperando el momento de continuar…

—¡Corten! —dijo la voz del director surgida de las sombras—. Me gusta tanto la toma que la vamos a repetir.

Entradas siguientes »