La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

4. Soledad (Página 3 de 8)

El hombre invisible

Había una vez un hombre invisible que no era ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni listo ni tonto. Paseaba el hombre por el mundo sin que nadie lo viera. Iba al trabajo de incógnito, comía en una esquina de la mesa, dormía siempre en el mismo lado de la cama.

Y soñaba, sin que nadie lo viera, no en vano era invisible, con encontrar a una mujer que, por fin, lo entendiera, lo imaginara y lo quisiera desde el interior de su invisibilidad hasta la punta de los dedos de los pies. E imaginaba el color del trigo y se alegraba de que lo esencial fuera invisible a los ojos.

Sucedió que habitaba cerca una mujer intangible, que no era ni alta ni baja, ni guapa ni fea, ni lista ni tonta. Sucedió que una vez se cruzaron, una de las tantas veces que se cruzaban en un supermercado, esperando un semáforo o en la cola del autobús. Y sucedió que esta vez no pasaron de largo como pasan los minutos en una sala de espera, sino que, por casualidad, se escucharon mientras pensaban en voz alta.

Aquel hombre invisible y aquella mujer intangible, desde ese momento, se buscaron, se encontraron y se dedicaron a conversar todos los días como quien presencia un milagro en la copa de un árbol y peregrina cotidianamente esperando que vuelva a ocurrir. Y aquel hombre y aquella mujer imposibles, amaron la conversación como quien ama por primera vez, que es como se ama todas las veces que se ama.

Se apuntaron a la lista de espera que hay para conseguir el final de los cuentos, pero el tiempo pasó como pasa siempre, como un rodillo que aplasta la profundidad de las cosas hasta dejarlas en trocitos ridículos y desperdigados por la memoria.

Pero todo cansa y no verse cansa y no tocarse cansa y las conversaciones acaban en círculo y no olerse termina en espiral. Un día, uno no acudió a esperar el milagro. Al día siguiente, fue el otro el que interpuso una ausencia. Y unos días más tarde, aunque se personaron los dos en el umbral de la cita, fue el milagro el que no acudió.

El hombre invisible y la mujer intangible, volvieron a pasar de largo cuando se cruzaban en un supermercado, esperando un semáforo o en la cola del autobús, como si nada hubiera sucedido. Quizás, precisamente, porque nada sucedió.

Y el hombre sigue siendo invisible, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni listo ni tonto. Sigue comiendo en la esquina de la misma mesa, durmiendo en el mismo lado de la cama, yendo al trabajo de incógnito. Sabiendo que sólo el tiempo que le dedicaron le hizo ser importante, ese mismo tiempo que pasa, como nos pasa a todos, como un rodillo que aplasta la profundidad de las cosas hasta hacerla trocitos ridículos.

Pero aunque parece que todo sigue lo mismo, el hombre ha desarrollado un cierto odio irracional hacia los zorros domesticados. Porque, si bien es verdad que lo esencial siempre es invisible a los ojos, ahora sabe que los principitos y las rosas sólo somos capaces de amar lo accesorio.

Hipoacusia

Pruebas, análisis, informes. Todo se resuelve en el centro de un puñado de aparatos.

«Todo bien», me dijo susurrando, «pero tiene usted un problema de hipoacusia bilateral simétrica». Le oí perfectamente, pero respondí con un ¿qué? que completara la gracia.

Entonces me explicó que tengo pérdida de audición en ciertas frecuencias, exactamente las mismas en ambos oídos. Dichoso equilibrio, pensé yo, para esto es para lo único que me sirve.

«O el ruido de su trabajo, o cambios de presión, o alguna práctica que comprimiese el aire alrededor de sus orejas, pero usted no es tirador», añadió para no parecer tan circunspecto y rechazar mi broma sin estreñimientos.

Tres años estuve subiendo a una montaña y bajando una colina. Veinticuatro años de risas, cantos, quejas y llantos en el trabajo. Cuarenta y seis de truenos y relámpagos cuando se va extinguiendo el verano.

Pero yo no sé vivir sin mentirme, así que cuando llegué a casa tuve que inventarme una sombra que me preguntaba por cómo me había ido. Y le mentí a la sombra para tener un melodrama que llevarme a los sueños, cuando le dije:

—Cariño. Lo que el médico me ha dicho, es que no es bueno que aprietes tanto las piernas.

Hipoacusia bilateral simétrica y, posiblemente, imaginaria. Lástima, sombra, que mis mentiras nunca acaben siendo verdad y no te oiga bien y que si soy agua tú me llevas y que el horizonte no sea un muro que me quepa entre las cejas.

Actor secundario

Ella siempre es guapa, incluso con la ropa de estar en casa la quiere la pantalla. Además, se arregla para estarlo mucho más en los primeros planos.

Él siempre es gordo, apacible, la pantalla lo vuelve inapreciable. Siempre ríe como un bobo y todo lo convierte en simple.

Ella ríe con él y a veces llora en su hombro. Es cierto lo que parece, que se quieren de un cierto modo. Pero en cuanto aparece el otro, el galán, ella pierde la cabeza y las bragas y se va a vivir aventuras con un protagonista que, a todas luces, el público sabe que no le conviene.

Y la película continua mientras ella disfruta y sufre, mientras besa y discute, mientras se aferra y la dejan. Para eso es la protagonista, ¡qué caramba! Y siempre hay una escena en la que se jura que nunca más.

Entonces vuelve y ríe con él y a veces llora en su hombro. Él le levanta el alma de los pies entaconados, troca sus lágrimas de rimel intacto por un sonrisa de medio lado y le compra una tarrina de helado de chocolate contra la desazón. Pero en el último minuto del melodrama, el galán se arrepiente y la llama, y ella sale de la pantalla corriendo hacia la última escena del beso.

Él se queda triste y solitario, que no hay nada más triste que un hombro vacío que se queda esperando un rostro que acariciar. Triste pero contento, eso sí, porque es cierto lo que parece, que se quieren de un cierto modo, y él se alegra por ella y hasta por el galán. Entonces pasa todo a negro con música de bolero y saltan los títulos de crédito en donde él siempre sale con la letra más pequeña que los demás.

Algunas veces siento esa misma soledad del actor secundario. Sobre todo cuando me doy cuenta de que, efectivamente, todos los que me quieren me quieren, y además me quieren lo necesario. Pero ninguno de ellos me quiere lo suficiente.

Y es que, como vengo diciendo últimamente, el amor es un perro y hay que considerar con seriedad qué perro es ajeno y a quién se le da pan…

Ese tácito rito que me he impuesto

Si el hombre tuviera tiempo de sobras
es posible que hiciera grandes cosas.
Pero tras su espesa piel el tiempo alienta
una sutil maraña de trampas y estrategias;
tras su espesa piel o en su disperso puzle
ocasionalmente brinda adoquín de besos
para que torpes como somos
nos demos menos cuenta
de que a través de ajedreces, adioses,
inutilidades, esperas y otros juegos
poco a poco y sin saber
se vaya haciendo teoría confirmada
el que la vida nos aplasta
(y esto me gusta decirlo con un verbo que suena
como un saco de patatas).

En el momento en que subo en el ascensor
es una nocturna hora intermedia.
El espejo adivina el alcohol
y parece decir que tengo aire
de guardar alguna historia
perdida por algún lado del abrigo
y también varias posguerras. (Quizá
porque a veces pienso que es probables
que yo hubiera sido más leve o más feliz
en la polvorienta Barcelona de los años cincuenta,
y aunque haya procurado no abusar nunca
mucho de ellas, este tipo de imágenes
siempre me atrayeron con firmeza).
La nostalgia realquilada d emi cara
va a proyectarse ahora en otro espejo,
fien el cumplir ese tácito rito que me he impuesto
y que consiste en observarme como un actor retirado
mientras fumo y bebo a solas
frente a la pica del lavabo.
Y para poblar esta habitual circunstancia
van a cruzarme desamparadas imágenes
hechas con recalentadas infancias,
recuerdos o posturas que me cansaría escribir
pero que si lo hiciera acabarían entercándose
en intentar explicar por qué nuestro amor merece
un lugar señero en la anónima enciclopedia
de las historias ridículas.

Historias que me cansaría escribir,
con las que perdería el tiempo.

Porque todo es pasado —no sé si cierto—,
todo es presente —esta tonta mancha de polvo—
y además aquí, en el lavabo de mi cuarto,
sobre esta ya como ajeno rostro ajado
y con tonadilla de tango
sospecho o sé que no he perdido la vida
(que eso ya sería algo); que no la he perdido, no,
que estúpidamente sólo la voy perdiendo
y que tampoco me produce un especial descanso
el saber que voy a poder dejar por unas horas
mis canosas miserias en suspenso.

(Santiago Montobbio, Hospital de inocentes, 1989)

La estrategia del caracol

Evaluar papeles, bolas, bolindres. Desencajar cajones repletos e ir haciendo dos montones: lo que sirve y lo que no.

Pero siempre aparecen un par de matices. Hay cosas que no sirven, pero que podrían servir llegado el caso. Y hay otras cosas que deberían servir, pero que nunca se encuentran cuando hacen falta.

Ordenar es, en el fondo, más que una cuestión práctica, un problema de sentimientos. De sentimentalismo, diría yo, porque la utilidad futura de las cosas es un asunto tan indefinible en ciertas ocasiones que, al final, uno sólo apela a creer en la posibilidad de que ocurra.

Incluso, a veces guardamos sentimientos en objetos, libros, entradas, el envase de unos bombones, el reloj que ella nunca se puso. Y aunque puede parecer un error, una actitud infantil, no hay otra forma de ordenar las pequeñas cosas que componen el puzle de la vida.

Ese es nuestro verdadero credo, el de las cosas inútiles que habitan estanterías, armarios y cajones. Un credo de versos desperdigados y de recuerdos imposibles, de cariños antiguos y brindis al sol.

También se ordenan los sentimientos propiamente dichos. Se atiende primero a lo urgente y después a lo vital y, por último, a lo necesario. Si queda tiempo, nos preocupamos de lo conveniente y, al final de todo, llega lo que queremos.

Pero a mí no me dicen nada las cosas, si acaso su efecto me dura un segundo y, después, me despego de sus significados con cierta frialdad. Pero no estoy exento de ningún defecto, yo también tengo mi forma infantil y bobalicona de ordenar aquello bueno que pasa por mi vida.

Guardo mis recuerdos perfectamente ordenados en gestos, en ademanes y en palabras. A veces, cuando pasa el tiempo, se hacen a mí como si hubieran sido míos siempre, desde el principio, y a los demás, cuando me los ven, les pasan desapercibidos.

Pero qué va, llegaron en un tiempo y de unas manos que recuerdo perfectamente cada vez que los ejecuto con la naturalidad, con la certeza de quien está seguro de que sabe por qué hace las tonterías que hace. Los llevo encima, a todas partes, y eso es lo que quiero decir cuando digo que llevo la casa puesta allá donde voy, que soy lento como un caracol.

Algunas tardes interiores, de esas de sol tenue que se va extinguiendo por detrás de las cortinas, alguien me dice con asombro que la casa no dice nada de mí.

Y yo entorno los ojos, asumo mi dejadez como la de un libro abierto por cualquier página y sonrío por dentro, bobo y socarrón. Y mientras echo en la taza el descafeinado de sobre, voy pensando en el acierto de llevar los recuerdos puestos de día y de noche, tan la vista que nadie los ve.

Después de las fotografías

Mirar una fotografía
facilita la tarea del recuerdo:
el mundo visto alguna vez
a través de la cámara
se nos muestra
como una imagen quieta
asentada en el papel,
agazapada en la memoria.

Después de las fotografías
se impone la verdad
de dibujar los rostros sin mirar,
de saber quién o qué
ocupa su lugar en el rincón
profundo de los ojos,
depositarios últimos
de aquello que olvidamos.

(Javier Bozalongo)

La sombra del pájaro

A estas horas, mientras el día se va acomodando y nadie se acuerda de Santa Bárbara, este sol de invierno, blanquecino y tenue, entra por la ventana, me ataca por la espalda y deja impresa la sombra de mi cabeza sobre la pantalla.

Afuera, en el patio, un pájaro anónimo, ha pasado volando por la ventana un instante, el tiempo suficiente de dejar sus sombra de alas abiertas cerca de mí, sobre la pared primero y, brevemente, atravesándome la cabeza de lado a lado.

Me ha parecido un momento único, de esos que una cámara jamás podrá reflejar de forma exacta. Pero lo asombroso es que, durante la perplejidad de un pensamiento, el mismo pájaro anónimo u otro distinto, han vuelto a asomar su sombra grácil y minúscula sobre el encuadre de la pantalla y, en un aleteo, me ha despertado las metáforas.

Es cierto. Cierto pájaro con sombra ha transformado las nueve y poco en las nueve y pico, ha tornado un cuadro solitario en un paisaje, ha escrito en la sombra su propia silueta abierta de alas. Y el sol, siempre, a la espalda, blanquecino y tenue.

Nunca vuelven las oscuras golondrinas, ya tengo edad suficiente para aborrecer a Bécquer, pero el juego de las sombras me inquieta aún, me anima los sueños y me desvela las horas a las que me hago el dormido.

Así que escribo de la sombra de otros días y proyecto la silueta de mi cabeza quieta en la pantalla como una trampa de sombras hecha con letras. De tanto en tanto, algún pájaro anónimo cruza su sombra con la de mi cabeza y me deja unas huellas escritas, curiosamente, cuando ya el sol no percute en las ventanas.

Tal vez si la sombra que yo dejase aquí fuera la de mi corazón de hombre equivocado, me dolería con palabras cada vez que la sombra del pájaro la atravesara.

La sombra de otros días

Pero, ¿alguien ha existido alguna vez
que no se retorciera de dolor por la dicha pasada?
John Keats

Bien lo sé, somos criaturas del aire,
de las corrientes aguas, puras, cristalinas,
de los árboles que se están mirando en ellas.
En un instante sube por nuestros brazos,
salvaje y espléndida,
la inmediatez de la vida;
al siguiente algo nos dice
que muy pronto será tarde y será octubre.

Pero seamos cautos:
a la sombra de otros días
esperan
el dulce veneno de los versos
y el mar abierto a la aventura.
A un paso del infierno
acecha el paraíso.

(Ángeles Carbajal, La sombra de otros días, 2002)

Pobreza

La luz de la lámpara ensordecida

en aquella noche sin ventanas

o el tumulto de un roce.

Las palabras, que vuelven o se escapan,

de tantas veces como estuvieron dichas.

Las lágrimas y las risas, el cuarto

del incendio, la nieve que chorreaba

en la tarde blanquecina de marzo,

algunos besos llenos de frío,

el olor a carne recién amada

y el desencanto posterior.

La parte del color del trigo

que todavía tengo clavada,

las noches de insomnio, la soledad

que se va haciendo madrugada

para que todo siempre llegue tarde.

Unos cuantos litros respirados de aire

en las proximidades de los besos,

las manos que se buscan, los ojos

que traen un sueño y el sueño

que los cierra en la lejanía,

diversos números de teléfonos que comunican

y tu aroma a melancolía.

Todo lo que he sido, todo lo que soy,

está en eso que ya no es mío:

esa es mi gran pobreza,

el desahucio a que nos somete la vida.

Aunque más pobreza la de aquel que pueda

vivir sin necesitar algún olvido

que echarse a la memoria.

De la nostalgia

Recuerdo solamente que he olvidado el acento de las más amadas voces,
y que perdí para siempre el olor de las frutas de la infancia,
el sabor exacto del durazno,
el aleteo del aire frío entre los pinos,
el entusiasmo al descubrir una nuez que ha caído del nogal.
Sortilegios de otro día, que ahora son apenas letanía incolora,
vana convocatoria que no me trae el asombro de ver un colibrí entre mi cuarto,
como muchas madrugadas de mi infancia.
¿Cómo recuperar ciertas caricias y los más esenciales abrazos?
¿Cómo revivir la más cierta penumbra, iluminada apenas con la luz de los Beatles,
y cómo hacer que llueva la misma lluvia que veía caer a los trece años?
¿Cómo tornar al éxtasis de sol, a la luz ebria de mis siete años,
al sabor maduro de la mora,
a todo aquel territorio desconocido por la muerte,
a esa palpitante luz de la pureza,
a todo esto que soy yo y que ya no es mío?

(Darío Jaramillo Agudelo, Poemas de amor, 1986)

Apostar al llanto

En la puerta de la pizzería más famosa, yo fumaba, con ese rito ya impenitente que me permite salirme de los otros.

Una niña intentaba entrar, apenas tres años, mientras que la otra, de la misma edad más o menos, la retenía.

—No puedes entrar sola. Las niñas pequeñas no pueden entrar sin una mamá —decía una, con voz de pito y gesto adulto.

—¿Por qué? —replicaba la otra.

—Porque si dentro hay otra mamá que se parece a tu mamá y te crees que es tu mamá entonces se forma un lío de mamás y acabas llorando.

—¡Tú si que te estás haciendo un lío! —dijo con mucho retintín—. ¡Cómo si yo no conociera a mi mamá!

Y dicho esto, entró. Dio una vuelta por las mesas y, al girarse, a través del gran cristal, vio a su madre que estaba afuera, en la acera, a unos pocos metros de mí.

Salió corriendo del local, se abalanzó sobre ella y dijo llorando:

—Mamá, mamá. ¡La prima dice que no te conozco!

La madre se agachó y la consoló con alguna frase. La niña volvió más calmada a donde estaba su prima, que la recibió diciendo:

—¿Ves como si entrabas sola ibas a acabar llorando?

Y es que apostar al llanto, es una estrategia segura, porque tarde o temprano siempre se acaba ganando. Pero tú y yo tenemos que seguir apostando a la alegría, aunque de tanto en tanto la perdamos.

Qué le vamos a hacer

Y ahora,
con el alma vacía como tantas
veces,
contemplo el lento paso de los días
que me empujan no sé hacia qué destino
oscuro, presentido
ya sin curiosidad. Es aburrido
saber y no saber, equivocarse
y acertar. También estar seguro
es tan insoportable en muchos casos
como dudar, como ceder, como desmoronarse.

Seguro, a salvo, ahora
que ya pasó el dolor,
observo la zozobra lo mismo que una estela
fundida a mis espaldas
con el espeso limo
de los sucesos cotidianos, dados
—antes de ser recuerdos— al olvido.
La indiferencia ante la propia suerte
no es mejor compañera que la angustia,
ni mi sonrisa
(cuando el azar nos pone,
viejo amor,
frente a frente)
representa otra cosa que la ausencia
de algún gesto más justo
para significar la seca, dolorosa,
irreparable pérdida del llanto.

(Ángel González, Tratado de urbanismo, 1967)

Nostalgia de peso

Siento nostalgia de tu peso,
del modo tan particular que tiene
el amor de encaramarse a las sillas,
de ese raro momento en que coincide
la sinuosa geometría de dos cuerpos
abrazando una misma gravedad.

Es curioso que la nostalgia se me acumule
en los brazos abiertos, en los muslos exentos
de ese peso justo que me sujeta a la tierra,
en el hueco desolado que noto en el pecho.

Dirás, con esa niebla
con que miras la vida,
que el amor no se enroca en los cajones,
que las ausencias rotas
no viven en las sillas.

Seguramente tendrías razón si lo dijeras
como lo dices todo, mansamente,
como quien alumbra el fondo de la celda
en la que se desespera de oscuridad;
tal vez tuvieras razón y se pueda
tener una vida corriente entre las manos
sin otra cosa que llevarse a los muslos
que el recuerdo de un peso
sostenido a favor y en contra
de la ley de la realidad.

GPS

Tengo el gps estropeado, lo noto. A veces no sé dónde estoy ni cómo he venido a parar aquí. Y no sé si tengo que hacer la rotonda o tomar el cruce.

Supongo, no lo sé, que a todo el mundo le habrá pasado lo mismo alguna vez, que se estropea el gps que llevamos de fábrica incrustado en el corazón. Lamentablemente, soy un modelo antiguo y ya no cabe garantía que reclamar. Así que tendré que comprarme alguno.

Envidio a aquellos que les funciona perfectamente, esos que siempre saben qué camino tienen que tomar, los que no dudan de su trayecto y nunca miran atrás para ver si se equivocaron en alguna glorieta. Los envidio cuando los veo andar con paso firme, aunque dejo de envidiarlos si los veo llegar a sitios en los que yo no quiero estar.

Quizás sean los satélites, que se han alineado mal. Los vientos estelares, las manchas solares o algún efecto extraño de la gravedad cuando pasamos por mitad de un huracán. Quizás vaya por épocas o por instantes.

O tal vez resulte que también tengas el tuyo apagado, porque el caso es que no te encuentro por ningún lado. Y mira que te busco.

Pero no oigo las voces que me digan «tome la salida 47 dentro de quinientos metros», «siga recto», «pase la rotonda», «cruce a la izquierda». No veo tu icono brillando en el mapa, parpadeando como un sueño que late siempre a la misma velocidad.

Y es que tengo el gps estropeado y a veces te siento tan cerca y otras veces ¡tan lejos!… Incluso hay momentos en que te siento las dos cosas a la vez.

Me da pena quitarme el antiguo, porque, bueno, ya ves, hasta aquí me ha traído. Quizás mi gps tenga arreglo y se ponga a funcionar bien si le das un par de besos. De esos, de los que lo aclaran todo y convierten la meta en el viaje.

¡Ay! No sé. Hasta es posible que, el que esté estropeado, el que no tenga arreglo ni quiera tenerlo, sea yo.

El camino

Es el camino de la muerte.
Es el camino de la vida…

En la frescura de las rosas
ve reparando. Y en las lindas
adolescentes. Y en los suaves
aromas de las tardes tibias.

Abraza los talles esbeltos
y besa las caras bonitas.

De los sabores y colores
gusta. Y de la embriaguez divina.
Escucha las músicas dulces.

Goza de la melancolía
de no saber, de no creer, de
soñar un poco. Ama y olvida,
y atrás no mires. Y no creas
que tiene raíces la dicha.
No habrás llegado hasta que todo
lo hayas perdido. Ve, camina…
Es el camino de la muerte.
Es el camino de la vida.

(Manuel Machado)

Mujer con abrigo

Como siempre pasa, lo importante es lo que sucede por dentro, lejos de las miradas de los testigos, aquello que se diluye o se agita en el corazón.

La misma mujer, no sé si el mismo abrigo de tres años atrás. No parecía por el envoltorio cotidiano que cupiese dentro tanta imaginación, tanta piel, tanto encanto. Nada hacía sospechar que su reticencia a los labios era sólo el lazo con el que terminar de adorar el regalo.

No nevaba, el sol aún se defendía del horizonte y apareció como por arte de magia. Cuando, después de la maniobra se acercó de puntillas y me dijo «puedes desenvolver tu regalo», yo no podía imaginar cuánto rojo, cuánto blanco, cuánto sueño descalzo delante de mis ojos.

¡Qué suerte la de los regalos! Recibirlos por la sorpresa, mirarlos con ojos de plato, besarlos contra otros labios blandos, lamerlos para golosina o enfundárselos como un guante de piel que acaricia por dentro cada vez que tocas el cielo.

El mismo abrigo, no sé si la misma mujer de hace tres años. Un abrigo que sirvió de puerta, de lazo, de suelo y de escenario para la obra. Pocas palabras cada doce segundos, ni humo, ni nieve, ni frío. Pero su faros como dos ojos abriendo y cerrando el mundo para los míos.

Cuando me dio el alto, cuando se quitó el abrigo para volvérselo a poner, cuando sonrío al patio con pasos cortos hacia la tarde siguiendo su camino, me dejó con mi precioso regalo deshilachando en palabras la memoria con la que escribo.

Tres años de distancia separan los dos abrigos. Ni era la misma mujer, ni la misma prenda, ni siquiera yo tampoco era el mismo. Sólo permanecen aquellos corazones antiguos y un hilo que los une y que, de tanto en tanto, se retuerce sin romperse.

Regalo y presente, envueltos en una mujer con abrigo. Pero no voy a mencionar, porque a nadie le incumbe, si el color del abrigo sigue siendo el mismo que el de la melancolía.

MUJER CON ABRIGO

El humo estático de una chimenea se deshilacha en algodón sobre la montaña.
Las motas blancas atraviesan un cielo gris que se deshace en frío. En un frío silencioso que interrumpe todas las conversaciones, frío de testigos que juegan a palpar sueños de madera, frío de piernas juntas y palabras intermitentes.
Por detrás de la nieve, se desliza una mujer con abrigo y la habitación se torna blanda y apartada del mundo. Faros son sus ojos, porque atraen y avisan, porque miran de fuera adentro cada doce segundos.
Migas de cielo se desparraman por el patio, como si quisieran las nubes dejar un rastro efímero. Mosquitos blancos que pululan el frío, este frío asimétrico de cristales entornados, patios vacíos y maderas yertas.
Ráfagas de palabras abiertas que alimentan otros sentidos en cada doce segundos de poesía, vuelven a conducir al desorden del principio, mientras el tiempo se agota, se va agotando lentamente y no se rompe este frío.
La mujer nieva afuera con pasos cortos, cruzando el patio de mosquitos, con sus faros como dos ojos, pero deshecha ahora del peso del abrigo.
Mientras cruza el humo testigo desde la montaña, me deshilacha en renglones las palabras con las que escribo.

(Otro mundo, Otra vida, Otro sueño de enero)

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