Me despierto hambriento, después de no recordar lo que he soñado por la noche. Entonces, acecho al reloj escondido debajo de la almohada para no dejarlo saltar.
No hay café, no hay leche, no hay taza. Me levanto sin poder desayunar, sin poder tampoco hacer el desayuno, echando en falta el café que esperaba tomar. Pero no vendrá y no es extraño, es lo que siempre pasa.
El caso es que tengo la despensa llena, pero de telarañas. Nada puedo comer a media mañana, ni siquiera una cerveza para el aperitivo. Ni una tapa.
El frigorífico está completamente vacío. Ya no quedan en él ni siquiera palabras. Se me queda cerrado, herméticamente lejano, envuelto en el murmullo de un runrún doloroso, y nos da por discutir. Él se queja de que no lo abrí, yo de que no quiso abrirse, y a ninguno de los dos se nos ocurre volver a tirar del asa de la puerta.
A la hora de la comida, nada que llevarse a la boca. En la sobremesa, ni siquiera puedo comer noticias. Para la merienda, a veces unas migas. En la cena, toca acostarse sin postre, como un niño que ha sido malo y está castigado por sus padres.
En el congelador tengo un sinfín de cosas, una vida deseando calentarse y derretirse en otra piel. Tengo años de cosas envueltas y ordenadas por fechas, comidas hechas diario… Pero todas pican. Por más que se intenta colocarlas con alegría y poner en ellas algo propio, algo sincero… Todas pican o se estropean con el frío… y siempre se está a un tris de colocar lo que hayan cocinado otros o de no meter nada más.
No sé, quizás es que me puede el apetito, quizás me doblega la rabia del estómago vacío cuando sé que los otros cualquiera tienen libre acceso a la despensa y se les abre de par en par el frigorífico. Envidia, celos, gula, todo junto…
De tanto en tanto, cuando llega la noche y me acuesto hambriento y el hueco del estómago no me deja soñar ni me tranquiliza las mariposas, de tanto en tanto me pregunto que qué he hecho yo para no merecer esto.
Y sé que no he hecho nada, nada, que he hecho justamente todo lo contrario. Trasladarme de desierto, aceptar la limosna de los sueños imposibles, convertir migajas en manjares y empeñarme en ellos porque los horarios no dan para banquetes, transformar en síes las miradas atrás de quien sale huyendo… Tengo, en fin, hay que reconocerlo, lo que merezco.
Paso por delante de las tiendas, me gusta mirar escaparates, como a todo el mundo, y entiendo que lo que tengo que hacer para no merecer esto es salir a comprar con una lista en la mano. Pero me resisto, no puedo, porque lo que quiero comprar, y ya he preguntado varias veces, no está en venta.
Aunque, lo peor, lo que verdaderamente me tiene jodido, es que, aunque sigo colocando en este congelador todo lo que me atrevo a decir de lo que siento, hay quien sólo ve cuchillos en mi apetito.
Y ya sabes que no soy malo, ¿qué otro daño puedo hacernos sino el de volver a merecer lo que ya tengo?
Pasa el lunes…
Pasa el lunes y pasa el martes
y pasa el miércoles y el jueves y el viernes
y el sábado y el domingo,
y otra vez el lunes y el martes
y la gotera de los días sobre la cama donde se quiere
dormir,
la estúpida gota del tiempo cayendo sobre el corazón
aturdido,
la vida pasando como estas palabras.
lunes, martes, miércoles,
enero, febrero, diciembre, otro año, otro año, otra vida.
La vida yéndose sin sentido, entre la borrachera y la conciencia,
entre la lujuria y el remordimiento y el cansancio.
Encontrarse, de pronto, con las manos vacías,
con el corazón vacío,
con la memoria como una ventana hacia la obscuridad,
y preguntarse: ¿qué hice?, ¿qué fui?, ¿en donde estuve?
Sombra perdida entre las sombras,
¿cómo recuperarte, rehacerte, vida?
Nadie puede vivir de cara a la verdad
sin caer enfermo o dolerse hasta los huesos.
Porque la verdad es que somos débiles y miserables
y necesitamos amar, ampararnos, esperar, creer y
afirmar.
No podemos vivir a la intemperie
en el solo minuto que nos es dado.
¡Qué hermosa palabra «Dios», larga
y útil al miedo, salvadora!
Aprendemos a cerrar los labios del corazón
cuando quiera decirla,
y enseñémosle a vivir en su sangre,
a revolcarse en su sangre limitada.
No hay más que esta ternura que siento hacia ti,
engañado,
porque algún día vas a abrir los ojos
y mirarás tus ojos cerrados para siempre.
no hay más que esta ternura de mí mismo
que estoy abierto como un árbol,
plantado como un árbol, recorriéndolo todo.
He aquí la verdad: hacer las máscaras,
recitar las voces, elaborar los sueños,
Ponerse el rostro del enamorado,
la cara del que sufre,
la faz del que sonríe,
el día lunes, y el martes, y el mes de marzo
y el año de la solidaridad humana,
y comer a las horas lo mejor que se pueda,
y dormir y ayuntar,
y seguirse entrenando ocultamente para el evento final
del que no habrá testigos.
(Jaime Sabines)