La vida es insomnio, que no sueño. Se equivocaba Calderón.

5. Mudanza (Página 5 de 6)

Prodigios

Algunas veces, el universo cabe

en la palma de la mano

y al cerrarla, para que no escape,

la encontramos llena de otras manos.

A ratos, sin previo aviso,

el mundo hace un alto en el ángulo preciso

para anunciar el tiempo de los abrazos

y raramente, pero sucede,

consiguen escapar vivos

los sueños después de alcanzados.

Algunas tardes creo

que son posibles todos los milagros;

incluso que de vez en cuando la vida,

esta misma vida que nos separa,

me bese en la boca

con tus labios.

Cuatrocientos golpes

Él era un profesional de cierto prestigio local, tenía don de gentes y un físico agradable, según diversas opiniones femeninas.

Un día resolvió dar el salto. Dejó mujer, hijos, casa y empleo. Se fue a Madrid con una buena oferta de trabajo y decidido a convivir con su amante de toda la vida. Salió en todos los periódicos como noticia local y en todas las maledicencias, en portada.

Le he visto un año después, a lo lejos, tan a lo lejos como lo conocía… Y me han contado la resultante. Que su amante dejó de amarlo al tenerlo tan de cerca, que la buena oferta no era tan buena y que Madrid es demasiado Madrid para alguien de provincias. Que sus hijos no quiere ni verlo, pero que su ex está deseando que comparezca en el juicio. Y que vive en casa de sus padres porque el paro no da para un alquiler.

Los sueños no siempre se cumplen y, lo que se cumple, no siempre son sueños. Nadie puede decir, sinceramente, que está preparado para una experiencia parecida, porque es imposible levantar los pies del suelo sabiendo que va a romperse la cuerda.

El alma caritativa que corrió a relatarme el sucedido, quiso poner la guinda melodramática contándome, bajo secreto, una terrible confesión que le hizo el propio individuo: «Me he equivocado en todo y me queda toda la vida para pagarlo».

Mi interlocutor se quedó mirándome, como esperando algún comentario compasivo o perverso, otra puntilla para el árbol caído o una tirita para su lengua. O quien sabe si, al mismo tiempo, pretendía evaluar cuánto me afectaba el caso, indagando en la complicidad de mi respuesta.

Me acordé de la otra certeza, pero no se lo dije. En cambio, le expliqué que equivocarse en todo es tan difícil como acertar siempre. Esa es una irrefutable verdad de números.

Que la posibilidad de que la vida pueda ser peor que ahora, no hace que nos guste más la que tenemos, todo lo contrario, hace que nos sintamos todavía más atrapados y sin salida. Que si lo último que hay que perder es la esperanza, de lo primero que hay que deshacerse es de la resignación. Y que la vida es muy ancha, que le brotará por otro nudo una rama nueva.

Yo tampoco estoy preparado para eso, claro que no, nadie puede estarlo. Ni ha dejado de darme un miedo atroz el descalabro, pero ya no me paraliza. Lo que sí que estoy perdiendo del todo es la resignación. Y lo cuento sentado en el columpio, como el que estira los pies y los levanta del suelo para mecerse suavemente. O caer de boca en el charco que siempre hay debajo.

Quiero ver el mar, bañarme, embriagarme con sus olas y que me ponga horizontal el horizonte. Quiero ver el mar.

Aunque en cada abrazo salado que consiga darle todo el mundo me señale como a un desertor. Aunque sea ese mismo mar en el que me ahogue y me tenga guardados sus cuatrocientos golpes para dármelos uno a uno.

La otra certeza

Algunas veces,
el aire que impulso me deja sordo,
se arruga, se encoge, se frunce
hasta quedarse rancio.
Y no se apagan las velas cuando soplo.
Y aquel pastel, que parecía tan dulce,
lo mastico muy amargo.

Algunas veces,
la noche no empieza con caricias,
no rasga su velo con un susurro menor
y el rostro del amor
no se transfigura en orgasmo.

Es entonces
cuando más necesito un error.
Cuando más lo rebusco a fondo
con un ansia imposible,
urgido por la oquedad
que me crece en el pecho.

Y sólo me deja tranquilo —y solo—,
la necesaria, la imprescindible certeza
de haberme equivocado en algo.
Para ahuyentar la otra certeza,
la de esta nausea infinita
que me acusa, algunas veces,
de haberme equivocado en todo.

(Francisco José Pérez Rodríguez, La otra certeza)

La piel deshabitada

Hay caminos que el corazón recorre sin retorno, viajes del sentimiento que sólo tienen billete de ida, cambios minúsculos o gigantescos que no tienen vuelta atrás.

«La piel deshabitada» es una obra que pone voz a criaturas sobrecogidas y que habla de los encuentros como regalo, del amor como objeto de felicidad y sufrimiento, del esfuerzo de nadar río arriba para evitar las cataratas.

Es una obra extensa en la que da tiempo a analizar a quienes le rodean, a vestirse y desnudarse varias veces, empuñando las ausencias a veces como heridas y a veces como espada. Los personajes de la obra bailan entre palabras y canciones, sienten la impotencia y el arrebato, mudan de costumbres y de pieles.

De ahí el título, porque todos los episodios juntos parecen una colección de pieles que se han quedado deshabitadas y que sólo la memoria y un sentimiento profundo pero extraño, consiguen revivir todos los días durante unos minutos robados a la vida real, esa que nos mantiene locos y cuerdos, tiernos y huraños, nostálgicos y entusiasmados.

«La piel deshabitada» es un principio que no encuentra nudo y que vive aterrado por el desenlace. «La piel deshabitada», estimados espectadores, puede ser cualquiera, ésta misma que aquí les dejo, la que no se toca durante meses.

Puede pasarle también a ustedes.

Interrupciones

Te solivanta el teléfono inoportuno, un vecino que aparece para recordar viejos cigarros y exámenes nuevos. La chica que viene a dejar un regalo.

Entonces un rumano llama a la puerta pidiendo con gestos, un mensaje que llega con un pitido para que recuerdes llevar alguna cosa, la hora de cambiar la goma de sitio para el riego.

Quehaceres metidos en un horario áspero, en una tarde rellena, un fin de semana completo, un puente interminable. Un lunes festivo que te ataca, una semana santa que no lo parece, unas vacaciones que aprietan. Otras veces un viaje, una cita ineludible, alguien que te reclama y te necesita con urgencia.

Un niño que se acerca preguntando, un ruido por detrás de la puerta. A veces era un malentendido, una sombra de la memoria, una enfermedad de los otros, un ojo avizor al que despistar.

Inquieto miras por si hubiera un correo que no llega, un artículo que no se escribe, una mudanza que te deja sin herramientas, una desolación que te deja sin palabras, un descenso a algún infierno propio o ajeno.

Extrañas frases que se dejan a medias y producen significados difíciles, un espacio entre las palabras que escribes, una coma bien o mal puesta, un pensamiento que se cruza, el ratón que pierde las pilas, el copia y pega que no te permite, alguien que aparece en mal momento.

Relees un punto final tantas veces que consigues convertirlo en puntos suspensivos, la hora de los mensajes que pasa en vano, las manos que no saben qué decir, una lágrima que hace que se corra la tinta electrónica.

Ocurre que, a fuerza de interrupciones, se entrecorta el mensaje, se dispersa y, al llegar intermitente, dejas de percibirlo. Pero el mensaje, eso que quiero decirte, está aquí escrito, asolado por las interrupciones. Quizá lo encuentres y te lo creas.

Maletas (I)

Me gustaría meter en la maleta la primera vez que escribo este poema 274.

Las palabras116 no salen solas. Uno empieza a escribir con un chispa que vislumbra esperando que el texto arda solo. Y pasan las horas147, las noches y hasta los meses, y el texto que a uno le temblaba en el pensamiento no consigue encenderse.

Y si acaso se enciende, hay que retirar las cenizas antes de presentarlo, limpiarlo a los ojos del mundo.

Pero todos los poemas tienen una trastienda, un almacén lóbrego y lleno de polvo, que corro a ocultar debajo de la primera alfombra que pillo.

Uno nunca escribe lo que quiere, lo que le gustaría; sino lo que puede, lo que se deja.

Tengo la suerte, de tanto en tanto, de que hay personas que me hablan sobre el blog. Entonces, inocentemente, me dicen «me ha gustado mucho tu último post» o «resultaba un poco tristón» o «tiene rimas aunque sea prosa».

Y yo hago como que sé de lo que me hablan. Pero lo que desconocen es que olvido todo lo que escribo 18. Creo que, precisamente, para eso lo escribo, para soltarlo, para sacarlo de dentro y verlo flotar alejándose.

Sea por una cosa o por otra, cuando me dicen inesperadamente, en alguna reunión de amigos, en algún evento al que acudo, que lea algo mío, algo que pueda recitar improvisadamente, siempre tengo que decir que no. Y aunque creen que mi actitud es modesta —o todo lo contrario—, lo que no saben es que tengo muchos problemas de memoria 157.

Maletas (II)

En este movimiento de paquetes y maletas, me echo a las espaldas las mentiras. Porque mentir, que es el oficio más antiguo del mundo(141), es un modo de vivir con intención literaria172.

Hablo del tiempo sin escribir137 buscando alguna cita-cine226.

O, entre usted y yo148, quizás debería decirlo al revés, para dejar de sentirme ridículo160.

Me llevo la piel deshabitada329, los momentos en que hierve el agua142, mi corazón de madera163.

Porque siempre es entre costuras156 cuando sucede el incendio. Por si una mujer con abrigo244 me guarda en su sobre rojo167 una mentira piadosa207 que es copia fiel del original176. Para que me dure el veneno212, por si consigo que las preposiciones deshonestas211 se conviertan en cuestiones de tacto166.

Tengo un termómetro en los labios55 con el que quiero llevarme la brevedad162.

Maletas (III)

Tiempos de angustia me llevo en este cargamento.

Nunca estuve allí 23 es el relato de cómo me vi envejecer de golpe, aprovechando también el título de una película que me gustó mucho «El hombre que nunca estuvo allí» y que trataba sobre un barbero fumador americano que casi no hablaba.

No es que eche de menos aquel periodo intenso, pero hay momentos en la vida que te hacen ver con claridad lo que pasa a tu alrededor y cual es el sitio que quieres tener en el mundo.

Siempre estamos en tránsito24 (como aquel fantástico disco de Serrat), pero algunas veces, por fin, sabemos hacia donde queremos ir y qué es eso que echamos tanto de menos.

Y puede suceder que nos damos cuenta con estupor y tristeza, que ya no nos pasa nada grave.

Aprendí a hablar solo hace ya mucho tiempo. Creo que desde siempre he hablado solo6.

Lo nuevo fue hacerlo en voz alta. De ahí que me lleve para la mudanza este soliloquio10 que tanto bien me hizo, aunque hace meses que ya no lo necesito. Me lo llevo por si acaso vinieran otra vez tiempos de angustia.

A pesar de los versos de Machado, pensaba que era cosa de locos. Y es que tal vez yo lo estaba. Pero, al irse desgastando la saliva sin interrupciones330, sin ojos de plato que te escuchen como jueces, parece convertirse poco a poco en un bálsamo para las dudas.

Y el paisaje hace el resto. Engulle los dobleces del corazón y los nudos de la memoria que uno va soltando paso a paso mientras recorre la tarde equivocada64.

Si pudiera, también empaquetaría para llevarme aquel río.

Maletas (IV)

Voy a llevarme lo cotidiano en este momento de la mudanza. Porque las cosas pequeñas son las cosas que rellenan la vida y cada acto minúsculo repetido es el que nos dice cómo somos y cómo hemos sido.

También me llevo la hipoteca78, esa que todos tenemos encima, que nunca se acaba de pagar y que no podemos subrogarle a nadie.

Esta noche quiero empaquetar las palabras que anuncian los tiempos mejores256. Porque no bastan, pero nunca nos sobran82, perdónenme las palabras125 y lo que no se escribe231 con ellas.

Precisamente hoy voy a llevarme a mi nuevo domicilio todos los días inversos56 y todos aquellos modos de mencionar la lluvia89 que me quepan en una maleta.

En una mano tomo el empeño290 de escribir una nueva vida, pero sé que me estoy gastando79 en el intento de encontrar noches irrompibles37.

Con la otra recojo un anecdotario41, por si una tarde en obras224 tuviera que asomarme desde el filo93 y gritarle al aire291.

Y me llevo el tiempo mientras tanto45.

Estoy envolviendo cuidadosamente un plan52 para llevarme. A veces cuesta empaquetar la esperanza en bolsitas que pueda uno ir consumiendo según pasan los días del calendario. Tener vocación de nube154, ayuda.

Hay que confiar en el juego del azar153 y musitar alguna oración de viernes227.

Porque a pesar de que casi nunca sale siete71 y que sé que llego tarde178, quiero creer en los próximos prodigios328 que están al llegar.

Maletas (y V)

Me llevo el silencio58, todos los silencios.

Acarreo con la vida secreta de las palabras287, mientras me persiguen los silencios114 y se queda una pregunta en el aire268.

Me dejaré puesta la incomunicación232, colgando a la deriva en el vacío de un papel en blanco que no sabe decidir si quiere ser mensaje cifrado189 o meterse en una botella286.

Pero aquí dejo las veces que no me entiendes y este modo tan impersonal de explicarte la verdad que hay en la mentira75.

Vamos, ayúdame a mantener mis sueños en pie190. Por si noto que me faltas, quiero desencadenar el artificio y mantenerlo encendido para que quien trazó laberintos encuentre su salida.

Me llevo los deseos de año nuevo168 y ese ruido de agua hirviendo142 que me sigue sonando en el corazón.

Lo que ya no quiero es seguir vendiendo humo233. Sino comprar cada día todas esas cosas que no me habían pasado nunca308.

Me llevo tu mundo fosforescente3, ese que tus ojos entornados siempre me enseñan. Ese mundo tan grande y tan a ras de tierra que, en esta última maleta, ya no me cabe nada más.

La última palabra

Vivimos rodeados de despedidas. Despedidas simples, pequeñas, imperceptibles.

Decimos la última palabra sin darnos cuenta de que lo es, como un ejercicio cotidiano de indiferencia. Decimos la última palabra en cada encuentro fugaz, confundiéndola a veces con la primera.

Decimos adiós sin saberlo. Vaciamos estantes y cajones llenos de recuerdos y los embolsamos en el olvido de la basura. Pintamos las paredes, removemos los muebles y nos deshacemos de aquellos enseres que una vez nos llegaron como tesoros.

Nos despedimos del pasado incómodo, alegando falta de espacio. De todo aquello que denuncia que ya no somos los mismos. De la ropa que ya no nos queda, de los mapas que anduvimos en vacaciones, de las entradas del concierto en donde nos vimos la primera vez…

Los demás se despiden también, dan pasos largos, se encuentran en los susurros y asoman el corazón un ratito, sin que se les note mucho. Entonces, no sé si con un pellizco de tristeza o con un gramo de miedo, te entregan su herencia de papeles de colores para creer, de este modo, que no se rompen del todo los lazos con el ayer y que los dejan en buenas manos.

A pesar de la inercia de lo leve, del espejismo del propio yo y de la infidelidad de la memoria, la vida está llena de despedidas cobardes y tristes. Y de despedidas alegres, valientes e imposibles. De adioses consentidos y de separaciones inconscientes…

Cuando me sonreíste pasando de largo y me quedé perdido entre unos renglones aparcados en doble fila, supe que ya no me quedaban más gotas de suerte. Por eso me empeño tanto en esta última palabra que escribo para verte.

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