Él era un profesional de cierto prestigio local, tenía don de gentes y un físico agradable, según diversas opiniones femeninas.
Un día resolvió dar el salto. Dejó mujer, hijos, casa y empleo. Se fue a Madrid con una buena oferta de trabajo y decidido a convivir con su amante de toda la vida. Salió en todos los periódicos como noticia local y en todas las maledicencias, en portada.
Le he visto un año después, a lo lejos, tan a lo lejos como lo conocía… Y me han contado la resultante. Que su amante dejó de amarlo al tenerlo tan de cerca, que la buena oferta no era tan buena y que Madrid es demasiado Madrid para alguien de provincias. Que sus hijos no quiere ni verlo, pero que su ex está deseando que comparezca en el juicio. Y que vive en casa de sus padres porque el paro no da para un alquiler.
Los sueños no siempre se cumplen y, lo que se cumple, no siempre son sueños. Nadie puede decir, sinceramente, que está preparado para una experiencia parecida, porque es imposible levantar los pies del suelo sabiendo que va a romperse la cuerda.
El alma caritativa que corrió a relatarme el sucedido, quiso poner la guinda melodramática contándome, bajo secreto, una terrible confesión que le hizo el propio individuo: «Me he equivocado en todo y me queda toda la vida para pagarlo».
Mi interlocutor se quedó mirándome, como esperando algún comentario compasivo o perverso, otra puntilla para el árbol caído o una tirita para su lengua. O quien sabe si, al mismo tiempo, pretendía evaluar cuánto me afectaba el caso, indagando en la complicidad de mi respuesta.
Me acordé de la otra certeza, pero no se lo dije. En cambio, le expliqué que equivocarse en todo es tan difícil como acertar siempre. Esa es una irrefutable verdad de números.
Que la posibilidad de que la vida pueda ser peor que ahora, no hace que nos guste más la que tenemos, todo lo contrario, hace que nos sintamos todavía más atrapados y sin salida. Que si lo último que hay que perder es la esperanza, de lo primero que hay que deshacerse es de la resignación. Y que la vida es muy ancha, que le brotará por otro nudo una rama nueva.
Yo tampoco estoy preparado para eso, claro que no, nadie puede estarlo. Ni ha dejado de darme un miedo atroz el descalabro, pero ya no me paraliza. Lo que sí que estoy perdiendo del todo es la resignación. Y lo cuento sentado en el columpio, como el que estira los pies y los levanta del suelo para mecerse suavemente. O caer de boca en el charco que siempre hay debajo.
Quiero ver el mar, bañarme, embriagarme con sus olas y que me ponga horizontal el horizonte. Quiero ver el mar.
Aunque en cada abrazo salado que consiga darle todo el mundo me señale como a un desertor. Aunque sea ese mismo mar en el que me ahogue y me tenga guardados sus cuatrocientos golpes para dármelos uno a uno.
La otra certeza
Algunas veces,
el aire que impulso me deja sordo,
se arruga, se encoge, se frunce
hasta quedarse rancio.
Y no se apagan las velas cuando soplo.
Y aquel pastel, que parecía tan dulce,
lo mastico muy amargo.
Algunas veces,
la noche no empieza con caricias,
no rasga su velo con un susurro menor
y el rostro del amor
no se transfigura en orgasmo.
Es entonces
cuando más necesito un error.
Cuando más lo rebusco a fondo
con un ansia imposible,
urgido por la oquedad
que me crece en el pecho.
Y sólo me deja tranquilo —y solo—,
la necesaria, la imprescindible certeza
de haberme equivocado en algo.
Para ahuyentar la otra certeza,
la de esta nausea infinita
que me acusa, algunas veces,
de haberme equivocado en todo.
(Francisco José Pérez Rodríguez, La otra certeza)